miércoles, 24 de diciembre de 2014

Caleidoscopio


Gran Vía, Madrid

Esta noche te cruzan
verdes, rojas, azules, rapidísimas
luces extrañas por los ojos. 
Pedro Salinas

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En diciembre Madrid, aterida de frío, se pone un abrigo de guirnaldas y luces de colores y nos empuja a todos a recorrer las calles del centro, dibujando chimeneas con el aliento mientras una extraña y familiar ilusión nos avanza por la sangre. Se borran los días de la semana, pero también los años, y vuelvo a ser la niña aquella que se empeñaba en escuchar villancicos desde septiembre, contando las horas que faltaban para poner el árbol de Navidad.

Hay una secreta euforia en el sencillo hecho de caminar por la Gran Vía iluminada, esquivando las muchedumbres humanas que bajan desde la Plaza de Callao, con las luces navideñas bailándoles en el centro de las pupilas. Me cruzo con gorros de reno, pelucas de colores y sonrisas con fecha de caducidad. Me fundo con el latido esperanzado de las calles que un día vieron pasar a Luis Cernuda, Rafael Alberti, Federico García Lorca. En estas fechas, la nostalgia se mezcla con extravagancia, y el resultado es un caleidoscopio de sensaciones desquiciado y anhelante, como las estrellas que no se distinguen en el firmamento.

Miro hacia atrás un instante y el anuncio de neón de Scheweppes me lanza guiños cómplices, y comprendo que Madrid, este fugaz acorde de locuras inconcretas, vive dentro de mi pecho. Madrid, sus desequilibradas multitudes sin nombre, las compras improvisadas y azarosas, las luces navideñas que atraviesan los cielos como improcedentes y sedosas galaxias, la entrañable melancolía de una taza de chocolate acompañada por churros, la pulcra tristeza de la chaqueta blanca de un camarero, un beso con gorro de lana, los sueños esparcidos de fantasmas –algunos todavía vivos, pero más ausentes que los que se fueron-, viajando en barcas por los ríos azules de nuestra memoria.

Madrid es todo eso, y Madrid soy yo: un cúmulo de pupilas desquiciadas, anónimas, absurdas, frívolas y melancólicas, soñadoras y hondas, que se pierden en rincones en los que el tiempo todavía no ha desplegado sus alas de derrota.


Feliz Navidad.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Noviembre


"El cheque en blanco", René Magritte


Como todo aquello que de cerca o de lejos
Me roza, me besa, me hiere
 
Luis Cernuda


Mañana se habrá detenido el tiempo y tus manos vagarán por el gris desvaído de los aires bajo una sinfonía de domingo en la que los mundos más lejanos serán las hojas amarillas del fresno que siempre me contempla tras el cristal. Hay una extraña melancolía lírica en el modo que tiene de mirarme o de gritarme su indiferencia muda. Las soledades se agolpan y juegan y levantan las nubes en torbellinos de silencio y te siento tan presente que una sola palabra bastaría para asesinar la realidad, para partir en dos mitades los relojes que dejaron de latir cuando tú los manchaste de luz.

¿A qué extraño universo sin sombra pertenece la soledad? ¿Cuál es el camino que trazan tus labios si no me acarician? Busco las respuestas en el otoño, en los otros noviembres malditos donde enterré todas las historias que habían tardado meses en germinar, en volverse sueños. Los sueños están hechos del mismo material que las soledades. Vienen y vuelven a marcharse y a veces descubres que jamás han existido, que su lugar está con esas preguntas que no tienen respuesta, entre las pecas de una sonrisa o en el cosquilleo nervioso que precede a los besos. No somos sino pájaros que no se terminaron de marchar, exilios imprecisos, escalofríos. En algún momento, una mirada nos recuerda el universo que quisimos abandonar, lejos del miedo, y los años y su nombre adquieren un sentido. Entonces, regresamos. Sin habernos marchado. Pero con los ojos anhelantes de memoria fresca y sangrante, con las manos abiertas y la sonrisa niña. Buscando respuestas y palabras perdidas en el camino que conduce al invierno, en el umbral ingrávido del amor, entre los pétalos de una locura perenne.


Y noviembre se vuelve un poco menos noviembre. 

martes, 18 de noviembre de 2014

Blanco


Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan. 
Federico García Lorca



¿Dónde estaba mi vestido azul? Tenía, en su lugar, un camisón blanco que dejaba en mi piel escalofríos de somnolencia y una bruma suave, enquistada de párpados cerrados. Aun así, cogí aquellos versos y me dispuse a leerlos. Alguien tenía que leerlos. Alguien debía anunciar al mundo su muerte, cegada de años, arrasada por las fauces impiadosas del tiempo y de la enfermedad. Recordaba la dulzura del calendario en aquellos tiempos que entonces se me antojaban como un sueño fácil, quebradizo y transparente. Tan blanco.

Era un cuento sobre geranios, patios soleados y adelfas de flores blancas. Adelfas perezosas, susurrantes y letales, envueltas de una belleza sombría y trágica, de una inocencia imposible que solo mis ojos se negaban a ver. Comencé a leer los versos con la misma vaga inseguridad que siempre me acompaña.

Los hombres de bata blanca me miraban con displicencia y a veces se miraban entre ellos con unos ojos muy graves, en medio de aquella sala tan desolada y de claridad cegadora. Mi voz se quebraba progresivamente, frágil e imprecisa. Acababa de empezar a leer aquella historia cuando uno de los hombres apartó de mí los papeles y me susurró que era demasiado tarde, porque pronto me quedaría dormida.

Fue entonces cuando descubrí que no estaba de pie, sino tumbada boca arriba en una camilla, sintiendo cómo por mi sangre se extendía un líquido frío que poco a poco devoraba mi consciencia. Quise gritar, porque alguien debía terminar de leer aquellos versos incompletos; quise aullar, porque de mi cara blanca crecían geranios que derramaban sobre mi boca hojas muertas, pequeños dibujos en la algarabía de los siglos que parecían acunarme.

Pero la voz ya no salía de mi garganta, y fui terriblemente consciente, antes de cerrar los ojos, de que cuando despertase ya no sería la misma persona, ni el mundo aquel blanco sueño en el que un día naufragué. Porque ahora quedaba a merced de aquellos hombres, de sus batas blancas y de sus frentes incapaces de comprender las quimeras habitantes en unos versos sobre adelfas y vidas arrancadas.


El tiempo se desvanecía…  

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Mi caos

Alicia en el país de las maravillas, Disney, 1951


Allí siempre hay estrellas. 
Los letreros señalan direcciones inútiles, 
porque perderse constituye la gran meta añorada 
al final del camino. 

Marina Casado


Por mucho que camino, el horizonte sigue estando lejos. A veces, tengo la impresión de que se trata de una acuarela que el autor de esta novela en la que naufrago ha decidido dejar allí, abandonado, para que no dejemos de esperar algo. El mundo y yo somos muy jóvenes para desmoronarnos y, tal vez, para alcanzar el horizonte.

Pero no por ello dejo de caminar. Y eso que el mundo se ha desmoronado muchas veces, cada una más fuerte que la anterior, hasta que he sentido tocar fondo. Por otra parte, sé que si alguien me regalara un mapa en el que apareciera perfectamente dibujado el camino que conduce al horizonte, yo me perdería. Me perdería, porque jamás he sabido interpretar mapas, porque me pierdo a mí y pierdo todo aquello que me rodea; lo pierdo pisando nubes, extraviándome por senderos ignotos que se abren en mi pensamiento, en un inocente egoísmo caótico, evasivo, inconsciente y letal.


En este caos te busco, te espero, te siento. Hay un equilibrio diminuto en nuestro desequilibrio, en esta fuga de la lógica que nos invade. Hay horizontes alcanzables e ignorados que navegan por tu mirada. Tal vez, perderse constituya la única meta al final del camino, y la realidad blanca se pueda pintar de rojo, como las rosas del jardín de la terrible Reina de Corazones. Y qué mejor regalo que un viaje sin regreso al País de las Maravillas, siempre que no esté sola dentro de mi caos. De nuestro caos.

martes, 4 de noviembre de 2014

El muerto



¡Tu cuerpo!:
Largo y abultado como las estatuas del Renacimiento. 
Rafael Alberti


-Supe que había fallecido por el modo en que se hallaba fracturado su brazo -decía aquel hombre-. En los muertos, siempre se observa la misma fractura en el brazo derecho.

Tenía barba negra y espesa y gafas grandes, como las que aparecen en las películas de los ochenta. Caminábamos por un paisaje crepuscular y urbano. Le pregunté otra vez si estaba seguro de la identidad del fallecido y me repitió su nombre, confirmándolo.

-Fue un ataque al corazón. No me quedó ninguna duda de que había muerto después de ver su brazo. Es algo inmediato: en cuanto morimos, se forma esa fractura en el húmero.

El último sol caía sobre nosotros como yema derretida. Extrañas tribus bailaban por el sendero, junto al río. Comencé a llorar con desconsuelo: era la única culpable.

-Si hubierais llamado a una ambulancia…


No respondí. Metí la mano en el bolsillo del abrigo y saqué un puñado de monedas de plata que refulgían sobre mi palma, y las fui dejando caer distraídamente, una a una, por el camino, como un reguero brillante que nos persiguiera. 

miércoles, 15 de octubre de 2014

La pipa de Magritte

Roy Lichtenstein


Ceci n'est pas une pipe.
René Magritte


Él era el prototipo clásico de artista fracasado: un pintor de talento –al menos, a mí me lo parecía- que no había tenido suerte y que se vio obligado a dar clases para ganarse la vida y a tratar su pasión, la pintura, como una afición menor. Como profesor, era realmente bueno, el mejor que he tenido en toda mi vida. Amable y con una paciencia infinita, jamás lo escuché gritar a ningún alumno. Llegaba a clase y nos preguntaba qué tal iba la mañana. Enseguida, nos hablaba del iracundo temperamento de Miguel Ángel, de la amistad tormentosa entre Van Gogh y Gauguin, de la osadía de Goya al pintar un desnudo en plena época de la Inquisición y también de la chica de Lichtenstein, por supuesto: aquella chica que, según nos aseguraba, estaba inspirada en el mito trágico de la rubia Marilyn Monroe. La asignatura también incluía arquitectura y escultura, pero Enrique se centraba de una forma casi descarada en la pintura: con él aprendimos a perdernos por los azules y los rosas de Picasso, los negros de Velázquez y Goya; nos desintegramos entre la bruma ignota de Turner y nos reímos de la entrañable obsesión de Dalí por la teoría de los átomos. Teléfonos con forma de crustáceo y pipas que no podían ser pipas, porque Magritte había preferido jugar con el observador y darle una bofetada de irrealidad. A menudo, en sus clases, me parecía encontrarme frente a aquel precipicio nublado de Caspar David Friedrich, bajo un cielo adornado con las pinturas de la Capilla Sixtina del que brotaban estrellas postimpresionistas.  

(Adelanto de un nuevo proyecto, aún sin título...)

lunes, 13 de octubre de 2014

Veinticinco


"Amanecer", Salvador Dalí


¿Cómo seré yo
cuando no sea yo? 
Ángel González


Dicen que siempre sale el sol, y es mejor pensar eso que centrarse en todas las estrellas que le faltan al hoy. En todas las palabras que esperamos y que finalmente, no llegan. En los rostros y las voces queridos que el tiempo o la propia vida nos ha arrebatado.

Tú vas a ensartar tu sol en una flecha y a lanzarlo muy alto, para que se vea obligado a salir. No hace frío en esta noche (dicen que tampoco lo hacía la tarde en que llegaste al mundo). No estás sola. Hay constelaciones antiguas, que llevas viendo desde el día en que naciste. Hay estrellas nuevas, de brillo azulado, cuyo calor dulcifica el otoño. Y hay otras veladas por las nubes, pero que no se han movido de su sitio, y que regresarán cuando se apague la tormenta.


Y también estás tú. No vas a poder ser una niña ya más y no vas a dejar de serlo. Seguirás tratando de brillar, soñando. Igual que en los días verdes con destellos de sol, los días de antaño.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Bye, bye...



Todas las cosas de la vida, todas las caras de la vida se amontonaron en la misma habitación. 
Jack Kerouac, En el camino


Otra noche de septiembre y el viento frío detrás de la ventana, recordándome que nadie podrá resucitar ya al verano. Suena en mi habitación aquel tema célebre de Don McLean y de repente, sin quererlo, me encuentro invadida por una extraña melancolía nacida de no sé qué rincón imposible de mi pecho. Creo que la melancolía es precisamente esto: ganas de sonreír llorando. En mi memoria, los recuerdos se agolpan y se suceden como nubes obstinadas un día de tormenta. Todo parece amable y lejano. Hay rostros y voces que me llaman por mi nombre, sujetos a músicas familiares –porque cada persona tiene su propia banda sonora-: se acercan y dibujan soles en la noche y luego vuelven a marcharse dedicándome una última sonrisa. 

Y creo que los quiero a todos: a los que ya no están y a los que todavía permanecen a mi lado –quién sabe por cuánto tiempo-, a los que llegan, a los que conozco profundamente sin haber tenido ocasión jamás de conocerlos y a esos que hoy se disfrazan con trajes de desconocidos y si se cruzan conmigo, me miran sin verme mientras musitan un saludo frío que se derretiría al contacto con la sonrisa que se dibuja dentro de mi corazón. Una sonrisa triste, inmune a sus disfraces de desconocidos, consciente de que, muy a su pesar, continúan formando parte de la banda sonora de mi existencia, aunque ahora solo se camuflen entre mis letras como suaves luces –y sombras- de un pasado imperturbable.

Los quiero tanto a todos que solo tengo ganas de llorar.  

Puede que la vida sea conducir ese Chevy de la canción, avanzar por una carretera sin rumbo fijo, dejando atrás rostros y sonrisas, alcanzando ciudades inexploradas como esa “piedra rodante” que también entretejía los poemas de León Felipe. Y otro otoño, otra amistad difuminada, otro romance fallido, que diría el bueno de Freddy Mercury. Otra estación que sonríe con tristeza y hondura, como el rostro arrugado de un viejo indio americano que se muere al borde de una antigua autopista mientras su espíritu se eleva hasta invadir el alma de aquel niño que contempla el paisaje desde la ventanilla sucia de un coche. El polvo del camino todo lo ensucia…Por mucho que me esfuerce, no logro comprender el rencor, el odio o la envidia, y aún no he aprendido a practicar la indiferencia.

Puede que la vida sea eso, y yo nada más que una tonta sentimental. Toca otra vez, viejo perdedor.


Y bye, bye, Miss American Pie… 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Nata y sol



El pasado no es mejor que el presente, pero está iluminado por una luz sugestiva y crepuscular que es tan poética como distinta de la cruda y amarga claridad que tiene el presente. 
Pío Baroja 


Esa noche, recuerdo que compramos un helado de postre en aquella heladería italiana. El mío era de nata, y cuando digo esto nadie suele comprenderme, nadie entiende que la nata sea mi sabor preferido, porque la nata es muy sosa, dicen. Y lo que ocurre es que no la comprenden. Supongo que es difícil ver un mostrador lleno de helados de todos los sabores y colores y decidir arriesgarte por ese blanco lechoso, que pasa tan desapercibido y que no parece nada prometedor a la vista. Pero la nata es dulzura y es melancolía, es ensoñación y recuerdos lejanos, es como el azul dentro del universo de los sabores de helado. Yo me confieso fiel a la nata y lo seré hasta el día en que desaparezca.

Cuando salimos de la heladería, nos sorprendió una repentina tormenta de verano. Paula y yo corrimos para refugiarnos bajo el toldo de una tienda que ya había cerrado, como la noche, mientras los mayores barajaban la posibilidad de regresar a la heladería, que también estaba a punto de cerrar.

Yo miraba las pupilas de Paula y las veía deambular por la calle casi desierta como quien contempla un paisaje que no le pertenece. Ella no recordaba el barrio, porque era demasiado pequeña cuando nos marchamos de allí. Yo tenía la memoria plagada de imágenes, igual que si hubiera sido el día antes cuando lo abandonamos para ir a una casa nueva que tenía piscina y a un barrio nuevo al que le faltaban todas las tiendas, y toda la gente que por las mañanas, los fines de semana, caminaba por la calle de vuelta del mercado, con bolsas de plástico, y los gitanos que se ponían a tocar el organillo cerca de aquella plaza donde di mis primeros pasos, aquella plaza en la que ahora han construido una plaza de toros y un centro comercial y qué sé yo cuantas cosas inútiles más. Mi habitación era enorme y la ventana daba a un tejado lleno de gatos y algunas noches, incluso podía presenciar peleas entre estos animalitos. Eran tiempos en los que resultábamos invencibles, ante todo menos ante algún T. Rex repentino –casi como las tormentas de verano- que avanzara con fiereza entre los edificios, destrozando el paisaje urbano a su paso.

Recuerdo mi barrio bañado por el sol, con edificios apretados, ninguno demasiado alto, con ese encanto que solo poseen los barrios del sur de Madrid, ese encanto incomprensible para aquellos que no lo han vivido, esa magia escondida y desconcertante similar a la nata en los helados. Las distancias, por entonces, eran mucho más grandes, y yo mucho más pequeña y también más llena de sol.

Pero aquella noche, hacía horas que el sol nos había abandonado, y las calles desiertas me miraban con extrañeza –como las pupilas de Paula-, igual que si yo no les perteneciera, y era cierto que ya no les pertenecía y no era menos cierto que llovía, y que lo único que me ataba al pasado era ese helado de nata que tan difícil me estaba resultando comerme debajo de aquel toldo en el que me había refugiado de la lluvia junto a mi hermana.

Y entonces reparé en lo incomprensible que resulto a veces, en mi nostalgia ensoñadora de pasados y en mi escondida y desconcertante pasión por la nata. Y tantas y tantas cosas que se ocultan debajo de mi memoria, de esta corteza de color blanco lechoso que a menudo pasa desapercibida entre los brillantes fulgores de la ciudad.


Lo más extraño, lo más absurdo y misterioso, es que esa noche de lluvia y de helados ha pasado ya a formar parte del mundo de la nostalgia. Como si el tiempo hubiera bañado de sol la noche y la tormenta. Tal vez, el sol no sea más que una dimensión subjetiva…

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Los días-anémona


 "La condición humana", René Magritte

Cuando partimos no dejamos sino la luna que nos sigue.
 
 
Emilio Prados

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No valía la pena seguir destrozando luceros en cada madrugada para después prenderlos en sus pupilas y adivinar a ciegas que el mundo no importaba. Luego siempre llovía demasiado fuerte y los cuerpos se deshacían como hojas secas que el otoño dejara olvidadas sobre el pavimento, como juncos lánguidos en las orillas de la incertidumbre. En ese deshacerse, cada vez ella descendía un poco más, siempre un poco más, hasta sentir que pronto tocaría fondo.

Tocar fondo no es más que perder de golpe todas las estrellas. Besar los cuchillos cálidos del crepúsculo y no encontrar la propia sangre. Romperse.

Como un humo suave, las caricias de los días-anémona se deslizaban por su cabello y le recordaban las horas en las que el corazón se salía del pecho y no importaba que se deshicieran los cuerpos, porque ellos mismos carecían de importancia. Hablar con el alma y ronronear por los claros del reloj y concentrar todos los días en una sola hora, en un último poema que sería el comienzo de todos los demás. Saber que el sueño no era antesala de un final. Eso y solo eso importaba por entonces. Pero al final, regresaba la lluvia.

No explotó; siempre se arrepentiría de no haber explotado. De nada servía destrozar luceros apuntándolos con saetas azules, desde la tierra; cerrar los párpados de la conciencia y abandonarse y fingir que el mundo no importaba y que los cuerpos no terminaban de deshacerse.

Tocó fondo. Perdió la conciencia del sabor salino de las ciudades que recorrían noche a noche sus mejillas. Besó crepúsculos y mordió sus propios labios. Se rompió.


Y un día, las ciudades sin nombre se apagarían para encender de nuevo el firmamento. Descubrió, con aquellas luces imprevistas, que nadie había visto su alma. Que el personaje de nivola que ya era asaeteado con flechas azules y abandonado en el puerto de los malvados nada tenía que ver con su sombra. Ni tampoco con aquel ángel rubio que los días-anémona levantaron en torno a su figura. En verdad, ángel y diablo se constituían como un par de creaciones perfectas e ilusorias que se alejaban de lo que ella era realmente: un pulso sin dientes, un latido desacompasado, una estrella deshecha a falta de explosión, una mirada cosida de silencios a la que a veces se le escapaba el corazón. Que naufragaba una y otra vez pero seguía deseando regresar a su cuento, o tal vez encontrarlo. Y vivir para siempre en los días-anémona, sin tener que ser ángel o diablo...

martes, 2 de septiembre de 2014

La Ciudad Sin Nombre



nombre de la esquina del mundo
donde me esperarías. 
Pedro Salinas


Recuerdas una estación de trenes, gris, enferma de bullicio. La conociste en sueños, sin haberla visto jamás y, cuando llegó a tus manos aquella fotografía, comprendiste que era la misma y te asustaste y después no pudiste escapar, o tal vez no lo deseabas. Hace ya cuatro años desde que todo comenzó.

Hoy, la Ciudad Sin Nombre no es más que esa estación. Un lugar donde esperabas trenes con rumbo desconocido, con un destino que ignorabas porque siempre despertabas antes de subir, o cuando ya ibas dentro. Jamás llegabas a ningún sitio. Cuando abrías los ojos, te encontrabas de nuevo en la desasosegante estación de la Ciudad Sin Nombre, esperando un nuevo tren que tampoco te llevaría a ninguna parte. Aquella estación, con sus miles de ojos ciegos anclados en pasados azules que estallaron por un exceso de inocencia. Con transeúntes grises hablando en idiomas desconocidos, bocanadas de aire frío hendiendo como cuchillos la flor desgarrada de tu carne.

Recuerdas también al inexistente Trapecista, perfecto e irreal. Formaba parte de la Ciudad Sin Nombre y sus iris ambarinos tenían un regusto de trenes ignorados, de caminos borrosos y promesas imposibles. Desaparecía si te atrevías a tocarle y, cuando no lo hacías, eras tú quien se borraba. Igual que la estación. Igual que el nombre de la Ciudad Sin Nombre.

Pasaron los años y aquel gris infinito se había ido internando en tus pupilas, en tus labios estériles y en todas las historias que imaginabas y que nunca se terminaban de cumplir. Tuviste miedo de convertirte también en parte de aquella estación. Quisiste dormir tan fuerte que todos tus sueños se sacudieron y vomitaron ilusiones. Y al final, te quedaste dormida.

Cuando abriste los ojos, viajabas dentro del mismo tren, al que no recordabas haber subido, y este acababa de detenerse. Se abrieron las puertas y apareciste en la estación de una ciudad distinta, que no era la Ciudad Sin Nombre. La reconociste. Alguien te esperaba en el andén. Sintiéndote extraña, temerosa, te atreviste a tocarlo, pero no desapareció, y tú tampoco. Era real, estaba vivo y te acariciaba con la mirada. A tu alrededor, los pasajeros iban y venían en un bullicio alegre, sonrientes, manteniendo retazos de conversaciones que llegaban hasta tus oídos y te hacían sonreír. Una luz azul lo invadía todo y sentías que el verano había llegado para quedarse.

Al fin habías descubierto el misterioso destino de los trenes que partían de la Ciudad Sin Nombre. O quizá se tratara del destino de un solo tren, y cada uno de ellos condujera a una Ciudad Con Nombre diferente. Pero a ti te gustaba aquella en la que habías aparecido, a la que te había conducido el tren dentro del cual despertaste. En ese momento, te resultaban indiferentes todas las demás Ciudades Con Nombre. Y en tu interior, sabías que volverías a subir a aquel tren, pero que ya no regresarías a aquel lugar desde donde partiste.


A veces, todavía sientes el recuerdo de aquel frío y tienes miedo de borrarte, o de que todo el paisaje se difumine y vuelvas a despertar, una vez más, en la estación fría e incompleta de la Ciudad Sin Nombre, aquella a la que llegaste por casualidad y sin remedio hace ya cuatro años…

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viernes, 15 de agosto de 2014

Dorian Gray

"La trahison des images", René Magritte

Cuando nos confesamos de algo, pensamos que nadie más tiene derecho a culparnos. 
Oscar Wilde 

Dulce, luminosa, la sonrisa se dibuja en tu rostro, enmarcando una dentadura blanca, de dientes diminutos y perfectos. Abres los ojos y tratas de arquear las cejas en un ensayado gesto de inocente sorpresa y el espejo te revela la imperfección de tu papel. Porque hay un brillo en las pupilas que te delata: algo que no sabrías identificar. La inocencia no labra miradas tan penetrantes.

En el desván de tu conciencia, ella grita y se revuelve dentro de su prisión. Quiere escapar y pesa, pesa demasiado. Cualquier día, la liberarás y el mundo se escandalizará tan solo escuchando tu nombre.


Lo que aún no has comprendido es que el escándalo ya se produjo y que eres público exclusivo de tu propio teatro. Al final, sí que vas a resultar inocente…

miércoles, 23 de julio de 2014

El vuelo

"Paloma", René Magritte

Saeta que, voladora,
cruza arrojada al azar
y que no se sabe dónde
temblando se clavará. 
Gustavo Adolfo Bécquer


Volaba. A veces, se detenía y se le llenaba el estómago de gaviotas exploradoras de crepúsculos –las gaviotas desequilibran aún más que las mariposas-. Julio era un tren descarrilado y una hermosa flor en un campo arrasado de cenizas.

Si se detenía, veía a su sombra todavía sentada en aquella estación. Consciente de que ella y su sombra nunca volverían a ser una, volaba con el único objetivo de ser devorada por los crepúsculos y descubrir gaviotas en lugares inexplicables de su pecho.

Pero no encontraba crepúsculos, sino amaneceres. Amaneceres de ojos de mar y guiños soleados que agitaban las gaviotas que hacían tambalearse su loco corazón. Todo era uno: el pasado, el presente y el inexistente futuro. Las gaviotas, los ojos de mar y los trenes descarrilados. Todo era uno, menos su sombra.

Puede que la clave se redujera a no perder altura…

martes, 1 de julio de 2014

Una lente desenfocada



Pero también
la vida nos sujeta porque precisamente
no es como la esperábamos. 
Jaime Gil de Biedma



Abstraída, se desvinculó unos segundos del presente mientras las voces de sus acompañantes se iban amortiguando. Los gestos, las facciones, se acentuaban en una suerte de película muda a la que había accedido de forma voluntaria, dejándose dominar por el imperio de sus pensamientos. La luz del bar imprimía reflejos multicolores en los cabellos. Sus risas formaban parte de una banda sonora a la que no conseguía acceder del todo.

Los miraba y se preguntaba qué elemento inexplicable podía unirla a ellos y, también, hasta cuándo duraría esa unión. Años antes, otros rostros, otras risas, poblaban sus horas deshabitadas, se entregaban con ella a la vorágine de los días que suceden a velocidades de infarto. Junto a aquellas personas de distintas facciones había soñado, se había defraudado, había ascendido por las ramas retorcidas de la adolescencia hasta alcanzar la cima de una juventud que todavía ensuciaba las pupilas. En algún momento, se habían marchado, siendo sustituidos por otros nuevos.

Una vez, pensó que la amistad se hallaba emparentada con alguna especie de eternidad sagrada, habitada por miradas cómplices y recuerdos comunes. Miradas que se perdieron, dejando un vacío en el pecho que aquellas risas nuevas jamás llenarían. Su presencia era similar a caminar sobre el agua: nunca a nadar, nunca a sumergirse. Por eso se sentía capaz de abstraerse, de contemplarlos de lejos sin llegar a moverse de su sitio. Los acordes que conformaban la música de sus carcajadas reflejaban la verdadera indiferencia que cada uno sentía por el resto. Simplemente, se encontraban allí, unidos por algún hecho inexplicable, esperando que la Tierra volviera a girar para que se produjera la separación inevitable. Y sin embargo, una conexión efímera, maravillosa, sobrevolaba sus cabezas, dibujando un mundo preciso que solo ellos habitaban, aunque ese mundo pudiera romperse en cualquier instante. Y los quería, de un modo igualmente efímero y preciso, casi abstracto o despersonalizado.


Amistad… La amistad era tan solo eso: una lente desenfocada que cubría, desde distintos rostros y sonrisas, las llagas del presente.

viernes, 16 de mayo de 2014

Sueños en la Ciudad sin Nombre

"Girl at Piano", Roy Lichtenstein

Sé que no hay esperanza, 
pero te dije:                    
                        espera, 
con el único fin 
de envenenar la vida 
con la letal ponzoña de los sueños.  
Ángel González



Una niebla extraña rodeaba mis sentidos y anestesiaba mi capacidad de reflexión cuando pensaba en mi posible reencuentro con el Trapecista. Su muerte, su posterior resurrección junto a una guitarra eléctrica, aquel tren en aquella estación de la ciudad sin nombre en el que nos desvanecíamos…

“Voy a viajar a tu ciudad. Me gustaría verte”.

Me deleitaba releyendo su mensaje una y otra vez mientras cerraba los ojos e imaginaba el ámbar dulce de su mirada, las ondas suaves, como de espuma oscura, de su cabello, aquella voz melódica y encendida que, cuatro años después de su imposible muerte, continuaba resonando en mi cabeza igual que el rumor constante de las olas en una playa abandonada por la civilización. La posibilidad de volver a verlo aparecía barnizada de irrealidad, a pesar de aquel mensaje evidente, directo, preciso. Algo incorpóreo me gritaba que, en esta ocasión, nada sería distinto: una fuerza invisible haría que, en el momento de nuestro reencuentro, él o yo desapareciéramos de nuevo.

A medida que el día de su regreso se acercaba –un día sin tiempo, sin nombre, igual que la ciudad-, yo esperaba con ansiedad creciente un nuevo mensaje del Trapecista en el que concretara las condiciones de nuestro encuentro. Pero el día transcurrió y aquel mensaje no se produjo.

Por la noche, la melancolía me asfixiaba. Si el Trapecista había tardado cuatro años en viajar a mi ciudad, quién sabe cuánto tiempo tardaría en regresar a ella. Finalmente, a pesar de aquel mensaje, no había hecho siquiera el intento de verme. La terrible verdad me retaba a mirarla, desafiante, y, cuando lo hice, leí en su rostro que jamás volvería a ver al Trapecista, que aquella antigua despedida en Venecia fue, en efecto, el final de un cuento inconcluso.

Pero entonces, alguien me dio un paquete que el Trapecista, antes de marcharse de mi país, había dejado para mí. Mi corazón volvía a palpitar y mis pulmones respiraban, de repente, un aire nuevo, condimentado de ilusiones. El paquete escondía un álbum, lleno de fotografías suyas y mías, fotografías que narraban nuestras respectivas historias. Al final, había una carta escrita de su puño y letra, que leí solo por encima para poder hacerlo después, con más calma, paladeando cada frase y cada palabra como bocanadas de oxígeno asaeteado de lunas. Un extracto que alcancé a leer se me quedó engarzado en el corazón:

“No he podido olvidarte en estos años. Aunque hoy no nos hayamos visto, quiero que las cosas sean distintas a partir de ahora. Te escribiré, todos los días, si es necesario; creo que eres uno de los dos grandes amores de mi vida”.

Parecía imposible que aquel mensaje perteneciera al Trapecista. La felicidad que súbitamente me embargaba disfrazaba diminutos gramos de inquietud que, lenta pero efectivamente, fueron creciendo en mi conciencia. Entonces lo comprendí…

Supe que aquel álbum no era real. Supe que despertaría sin él, que descubriría que el Trapecista jamás había intentado ponerse en contacto conmigo. Como si mi pensamiento fuera una maldición, me bastaron unos segundos para despertarme en la estación de la Ciudad sin Nombre. A mi alrededor, trenes que no paraban y la ausencia densa, aguda, del Trapecista. El álbum había desaparecido.

Me senté en el suelo de la estación, rodeada de nadies. En un cuaderno escapado de ningún sitio, escribí unas palabras cuyo destinatario nunca leería:

“Tengo que soñar que te sueño y ni siquiera así consigo volver a mirar tus ojos”.


No me sorprendió que la estación fuera desvaneciéndose progresivamente. Era irreal, tanto como el álbum, como mi cuaderno improvisado, como la muerte del Trapecista. Como… ¿yo? Algo incorpóreo dentro de mí me gritaba que, al cabo de unos segundos, volvería a despertarme. 

miércoles, 30 de abril de 2014

Retornos a la Ciudad sin Nombre

"Evening Train To Hawthorn", Tom Roberts


allí,
en la esquina más  negra del desamparo, donde
el nunca y el ayer trazan su cruz de sombras,

los recuerdos me asaltan.

Ángel González



Cuatro años más tarde, desperté dentro de aquel tren, por lo que deduje que, finalmente, había acabado subiendo. No recordaba ya al inalcanzable Lorenzo, pero sí a ese espectro de sueño irreal, perfecto, que había esperado tantas veces en la estación de la Ciudad sin Nombre. El Trapecista.

La última vez que estuvo frente a mí, íbamos a subir juntos al tren, pero su figura se desvaneció y yo terminé despertando. Esperé tantas veces después, en aquella estación. No recuerdo si él había muerto, pero sí estaba segura de que, en su mundo, yo no existía. De ahí su perfecta irrealidad, tan exquisita, por otro lado.

Esperé tantas veces en aquella estación. Cuando la realidad me daba la espalda y necesitaba una historia en la que descargar el torrente de sentimientos que me atenazaba las entrañas. Esperé… Algunos días, dormida; otros, escapando de mi despertar. Me atrevía a soñar con una continuación para aquel final perfecto, redondo, dramático, a la altura de la despedida de Rick e Ilsa en Casablanca. No he regresado a Venecia porque no quiero hacerlo sola, porque conservo aquella despedida en la Piazza San Marco y la esperanza  de que la canción de Aznavour no se cumplirá…

El Trapecista estaba a mi lado, en aquel vagón, sonriéndome con su mirada dulce y ambarina, cuajada de picardía infantil, rematada ésta por las cejas finas, expresivas. El cabello, negro azabache, le había vuelto a crecer y se lo sujetaba tras las orejas. Algunos mechones rebeldes resbalaban por su rostro como espuma oscura, poniendo un broche a su espontánea belleza. La misma camiseta que recordaba y la voz cálida que me llamaba por mi nombre. Una parada y aquel ofrecimiento de pasear juntos antes de regresar al tren. Su mano en la mía, con tanta naturalidad, como si fuera lo esperado después de cuatro años. Al fin era real. Apretaba su mano y no se desvanecía. El paisaje a nuestro alrededor carecía de importancia, porque caminábamos por un camino, por la hierba, sobre una nube… Qué más da.

Hablábamos. El tema de conversación importa ahora tan poco como el nombre de la ciudad sin nombre. Pero él hablaba en mi idioma, por primera vez, y su tacto era suave, y los destellos irisados de sus pupilas me otorgaban una confianza ciega en el presente.

-Como no regresemos, se va a marchar el tren sin nosotros –dije.
-A mí, si me despistas un poco, no me importa demasiado que se marche…

Dicho esto, me besó. Sus labios, su aliento, abrazaron mis cinco sentidos como un humo dulce y anestesiante. Cuando nos separamos y lo miré de nuevo, un escalofrío de inquietud comenzó a recorrer mi espina dorsal. Aparentemente, todo iba bien, pero la intuición me gritaba que algo estaba mal allí. Comenzamos a caminar hacia la estación; él todavía sujetaba mi mano. Sin embargo, ya no sonreía ni me miraba al hablar; pronunciaba las palabras atropelladamente, acelerado en su extraño caminar. Su voz también había cambiado: se había vuelto más aguda, menos melódica…

Entonces, me di cuenta de que no era ya el Trapecista quien estaba a mi lado, sino aquel amor constante y desesperanzado que atenazó mi adolescencia: el Campesino. Hace tiempo, me hubiera hecho muy feliz contemplarlo allí, caminando junto a mí mientras hablaba de algo irrelevante. Pero en ese momento, todo lo que pude sentir fue rabia y desesperación por la repentina ausencia de la mirada ambarina del Trapecista. Cerré los ojos y deseé que, al abrirlos, todo volviera a ser perfecto.


Pero en la Ciudad sin Nombre, el tiempo no es más que una palabra hueca. 

sábado, 19 de abril de 2014

El verdadero desenlace

Recuerdo aquella negra noche cuando dormías.
Tu soledad, un ala rota a fuerza de costumbre,
una boca sin labios, un cuento sin final.
Dormías.
Soñabas entre violetas marchitas
huyendo hacia una sombra más oscura y radiante
que tu propia conciencia.
Dormías, soñabas,
pero en lo más profundo de tu nombre
alguien había deshojado tu mirada de muerta
y se alejaba entre dos luces inexistentes,
golpeando sus piernas de madera
contra el gris pavimento
que limitaba los colores de tu iris
hasta fundirlos en un desgarrador
crepúsculo de tangos.

Si hubieras sonreído entonces.

Era de noche.
Una niña sin manos mecía dulcemente el acordeón
dibujando canciones imposibles.
Tú soñabas despacio, sin tiempo para sonreír.
(Hasta siempre, hasta siempre. Vayan pasando.
Hay una muerta que sueña aún,
que no ha tenido tiempo de morirse
ni de estrenar sus alas pasajeras
por el gris de los cielos).
Cada cielo es de un gris intermitente,
un gris oscuro que se confunde con la noche,
sudario de la Tierra en el que descansabas. 
A lo lejos se oían, exiliadas de soles,
las monocordes pisadas de madera,
tan lejos ya que se encontraban a tu lado.
Y a veces simulabas respirar muy dentro de tu sueño,
igual que si tus labios conservaran aún
la huella de un amor que se borraba
–también a fuerza de costumbre.
Igual que si esperaras todavía algo que nunca sucedió.
Fuera del mundo solo aguarda una niña sin manos,
hundida por el peso hueco
de todas las estrellas del firmamento.

Si hubieras sonreído entonces.

Todos los cielos son oscuros, perfumados de grises.
No queda nada del azul con el que tú soñabas,
salvo un acordeón marchito y unos pocos recuerdos
que nunca sucedieron.


Así se abrió la noche. Y despertaste muerta.


Marina Casado, Soledades de la Bella Durmiente

*Todo vuelve a tener vigencia en algún momento.


miércoles, 26 de marzo de 2014

Amaneceres ajenos




Todo era gris y estaba fatigado, 
igual que el iris de una perla enferma.  

Luis Cernuda




Sólo quien vio alguna vez amanecer sabrá de qué le hablo: la sangre gris, viscosa, de los cielos, el aura indefinida de lejanía cierta, el precoz canto de los pájaros que despiertan náuseas inexplicables en el alma. 

Yo estaba allí, en aquella mañana, en aquel tiempo que no me pertenecía. Volvía a casa y recordaba que, una vez, alguien me dijo que el canto de los pájaros puede llegar a ser un elemento desaforadamente inútil, extranjero, algo así como una circunstancia ajena a ti que te recuerda las razones por las que no deberías escapar, o quedarte en el mundo. O quizá solo en esa mañana concreta, en ese gris aciago, en ese amanecer que te contempla con ojos acerados, que sangra viento y noches de papel, mecidas por ilusiones huecas, acuosas, como el mar de mis labios que se desintegraba por la ausencia de besos homicidas. 

Yo estaba allí pero a la vez no estaba. Estábamos allí todos nosotros, nadando por los ojos de los océanos del aire. No había nadie, en aquella mañana. Yo misma era una circunstancia ajena que me recordaba -inútilmente- las razones por las que debería escapar para siempre. (Para siempre, siempre hacia la noche, la noche familiar de oscuridad arrulladora, arrulladora de sueños y labios y besos y sombra.) 

viernes, 14 de marzo de 2014

Nostalgia y leña

Liérganes, Cantabria. Estatua del Hombre-pez.

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. 
Pablo Neruda



-Ahí, ¡esa era!- Isabel señala la casita de la esquina.
-Yo creo que era más arriba…
-Que no, Ángel; te digo que era ahí… Me acuerdo de cuando bajábamos a coger el autobús: se cogía en esa plaza, ¿ves?

Aurora los contempla mientras tiene la sensación de ser la intrusa en una vieja película española. Una brisa suave, mensajera del frío, despeina su flequillo y juega a agitar las copas de los árboles. La joven deshace el nudo que ataba la chaqueta a su cintura y se la echa sobre los hombros. A su lado, Paula permanece absorta frente a la pantalla del teléfono móvil, pendiente de alguna conversación de chat. Sus expresivas cejas negras, en tensión, le dibujan una graciosa arruguita sobre el entrecejo.

Hay lugares que huelen a nostalgia, y Liérganes es uno de ellos: huele a nostalgia y a leña, una mezcla característica de los pueblos cántabros. Aurora adora el olor a leña porque le hace sentirse cómoda y confiada, como si el mundo todavía terminara en la bata azul de su abuela. Por alguna razón extraña, el frío aderezado por el olor a leña le trae el recuerdo de voces familiares y de tardes junto al brasero. De abrazos. De jerseys de lana y de manzanilla y menta-poleo…

Pasean por callejuelas de piedra; Ángel e Isabel sorprendiéndose, en cada esquina, de cómo ha cambiado el pueblo desde su última visita. De fondo, el ladrido distante de algún perro. Llegan de pronto a una plazuela iluminada por el sol, totalmente desierta. Se detienen unos instantes, paladeando el inusitado silencio. Desandan luego sus pasos para volver junto a la ría, la ancha y luminosa ría, donde comen unos bocatas que Ángel saca de la mochila. Desde el banco de al lado, un abuelillo los contempla con curiosidad. Isabel señala el restaurante de la esquina y comenta que parece cerrado y que nunca se caracterizó por su higiene, precisamente. Aurora contempla a Ángel, que es preso de una contagiosa euforia: su mirada echa a volar sobre las aguas de la ría y cualquiera diría que desea alcanzar el mar.

-Aurora, Paula, ¿os conocéis la leyenda del Hombre-pez de Liérganes?

Paula no levanta la mirada del móvil. Aurora se limita a negar con la cabeza, porque sabe que su padre es consciente de que no han oído hablar de aquella historia y de que les pregunta únicamente para crear expectación. A Ángel nunca le ha abandonado del todo su vena teatral.

-Hace muchos años, un paisano del pueblo se fue a bañar a la ría y desapareció. Todos sus conocidos le dieron por muerto. Sin embargo, cuenta la leyenda que, años más tarde, unos pescadores lo encontraron vivo en el puerto de Cádiz. Le habían salido escamas por todo el cuerpo...

A medida que la tarde avanza, el frío se extiende como un manto evanescente sobre las casitas de piedra, y Aurora siente que su chaqueta ya no es suficiente. Qué extraños son los veranos por el norte de España… A Isabel le hace ilusión regresar al bar de Darío, aunque lo más seguro es que, después de todo ese tiempo, haya cambiado de dueño…

Pero Darío sigue allí, con unas cuantas arrugas más y la nieve que la edad abandona sobre el cabello. El bar es un lugar acogedor, de paredes y mesas de sólida madera: madera de pueblo, con olor a leña –y también a nostalgia-. Sobre la barra, hay desplegada una variada colección de tapas que despiertan el apetito de Paula, quien, por primera vez en horas, aparta la mirada de la pantalla del móvil.

-¡Buenas, familia! Qué les pongo.

Isabel no puede ocultar su emoción y, fiel a su carácter impulsivo, tiene que presentarse ante Darío:

-No está usted tan distinto a hace treinta años… Es que mi marido y yo estuvimos aquí de vacaciones antes de casarnos, ¿sabe? No se imagina usted, la ilusión que nos ha hecho entrar y verle… Qué bonito ha dejado el bar, ¿no? Veo que ahora ya no es hostal…

Darío sonríe tímidamente, abochornado por el repentino torrente de información.

-Y estas son las niñas… Aurora y Paula.

Cuando su madre las presenta, Aurora vuelve a tener la sensación de haberse colado en una historia que no le pertenece.

A Darío, treinta años le parecen muchos. Rápidamente, les ofrece unas croquetas caseras que acaban de salir de la cocina. Las cosas han cambiado demasiado, les explica: él se divorció de su mujer y sobrevivió a un infarto… Después, reformó el bar. Ahora, incluso se anuncia en Internet. El restaurante que hay junto a la ría rara vez tiene clientes, les dice: el dueño es ya un anciano y además está peleado con todos sus hijos. La casa de la señora Rosa, por supuesto que la recuerda, pero no es la de la esquina, como creía Isabel, sino la que está un poco más arriba.

-Cuando nos alojamos allí, no nos dejaba volver más tarde de las once de la noche –cuenta Ángel-. ¡Qué bronca nos cayó el primer día, que no lo sabíamos!
-Ah, ¡pues menuda era la Rosa! –exclama Darío- Casera como ella no la he visto nunca. Se murió hace unos meses, la pobre.

Aurora los escucha extasiada mientras remueve distraídamente con la cuchara su tazón de Cola-Cao. Le gustaría haber conocido en primera persona ese pasado. Un temor, hasta entonces desconocido, invade sus entrañas: el terrible presentimiento de que existen historias, sensaciones tan sencillas como maravillosas a las que ella no puede, no podrá acceder. Ahora, el olor a nostalgia y a leña se mezcla con el de café recién hecho. Entonces, le asalta la acuciante necesidad de escribir. Escribir para poder vivir aquello que de otra manera le permanecería vedado…


Al despedirse, Ángel e Isabel manifiestan su intención de comprar una botella grande de agua para el viaje de regreso. Darío les da una, sonriendo con humildad y algo de emoción en sus ojos cansados. Es gratis para ellos, les dice. A Aurora, ese sencillo gesto le remueve las entrañas, aunque, como siempre, se guarda las emociones para sí misma. Hasta ese momento, no comprende que ya forma parte también de aquella película antigua. Que, si regresara al cabo de treinta años, también tendría una historia que contar.

martes, 11 de marzo de 2014

Lobos



Hay peligros de vida en tus ojos 
y hay inviernos más largos que la vida; 
hay canciones muertas en la calle 
y hay golpes que vuelven a doler. 

Duncan Dhu


Hay lobos aullando a mediodía, como en aquella canción de Duncan Dhu. Tú también puedes verlos, ¿verdad? El mundo, últimamente, se ha vuelto tan sórdido que, cuando menos te lo esperes, acabarás siendo uno de ellos. Elegiste el camino equivocado y ahora ya no sabes desandar tus pasos, admitir que fallaste. You’re lost, little girl.

Aurora despertó muerta. Alicia creció y ya no pudo volver a su País de las maravillas.

(No. El terrible secreto es que jamás llegó a escapar de él. Ahora, las flores parlanchinas se han vuelto sombras, el Gato de Cheshire es un perro fiero con los ojos inyectados en sangre…)

El Gato de Cheshire es ahora un lobo.

Asesinada por la vorágine de los días, dirán los periódicos. Soñabas con un final de cuento de hadas, sin contar con que, en realidad, el autor que escribe tu nivola ha decidido que serás un personaje maldito, de los que acaban ahogados en un vaso de absenta. De nada sirve alegar que no te gusta el alcohol. Los versos de Salinas no te pertenecen…

Pero, allí dentro, el cuento continúa, ¿verdad? No hay otro modo de escapar de la sordidez del presente, de los besos que amenazan abismos, de los poemas que nadie te escribirá…


Y por encima de todo, la rabia que inunda tus entrañas. Forma parte también de esa sordidez, claro… Por encima de todo, la mentira. Tan débil, tan exagerada, que la desnudas como si portaras rayos X en las pupilas… Y quisieras destrozarla a dentelladas para después aullarle a la luna llena.