miércoles, 26 de marzo de 2014

Amaneceres ajenos




Todo era gris y estaba fatigado, 
igual que el iris de una perla enferma.  

Luis Cernuda




Sólo quien vio alguna vez amanecer sabrá de qué le hablo: la sangre gris, viscosa, de los cielos, el aura indefinida de lejanía cierta, el precoz canto de los pájaros que despiertan náuseas inexplicables en el alma. 

Yo estaba allí, en aquella mañana, en aquel tiempo que no me pertenecía. Volvía a casa y recordaba que, una vez, alguien me dijo que el canto de los pájaros puede llegar a ser un elemento desaforadamente inútil, extranjero, algo así como una circunstancia ajena a ti que te recuerda las razones por las que no deberías escapar, o quedarte en el mundo. O quizá solo en esa mañana concreta, en ese gris aciago, en ese amanecer que te contempla con ojos acerados, que sangra viento y noches de papel, mecidas por ilusiones huecas, acuosas, como el mar de mis labios que se desintegraba por la ausencia de besos homicidas. 

Yo estaba allí pero a la vez no estaba. Estábamos allí todos nosotros, nadando por los ojos de los océanos del aire. No había nadie, en aquella mañana. Yo misma era una circunstancia ajena que me recordaba -inútilmente- las razones por las que debería escapar para siempre. (Para siempre, siempre hacia la noche, la noche familiar de oscuridad arrulladora, arrulladora de sueños y labios y besos y sombra.) 

viernes, 14 de marzo de 2014

Nostalgia y leña

Liérganes, Cantabria. Estatua del Hombre-pez.

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. 
Pablo Neruda



-Ahí, ¡esa era!- Isabel señala la casita de la esquina.
-Yo creo que era más arriba…
-Que no, Ángel; te digo que era ahí… Me acuerdo de cuando bajábamos a coger el autobús: se cogía en esa plaza, ¿ves?

Aurora los contempla mientras tiene la sensación de ser la intrusa en una vieja película española. Una brisa suave, mensajera del frío, despeina su flequillo y juega a agitar las copas de los árboles. La joven deshace el nudo que ataba la chaqueta a su cintura y se la echa sobre los hombros. A su lado, Paula permanece absorta frente a la pantalla del teléfono móvil, pendiente de alguna conversación de chat. Sus expresivas cejas negras, en tensión, le dibujan una graciosa arruguita sobre el entrecejo.

Hay lugares que huelen a nostalgia, y Liérganes es uno de ellos: huele a nostalgia y a leña, una mezcla característica de los pueblos cántabros. Aurora adora el olor a leña porque le hace sentirse cómoda y confiada, como si el mundo todavía terminara en la bata azul de su abuela. Por alguna razón extraña, el frío aderezado por el olor a leña le trae el recuerdo de voces familiares y de tardes junto al brasero. De abrazos. De jerseys de lana y de manzanilla y menta-poleo…

Pasean por callejuelas de piedra; Ángel e Isabel sorprendiéndose, en cada esquina, de cómo ha cambiado el pueblo desde su última visita. De fondo, el ladrido distante de algún perro. Llegan de pronto a una plazuela iluminada por el sol, totalmente desierta. Se detienen unos instantes, paladeando el inusitado silencio. Desandan luego sus pasos para volver junto a la ría, la ancha y luminosa ría, donde comen unos bocatas que Ángel saca de la mochila. Desde el banco de al lado, un abuelillo los contempla con curiosidad. Isabel señala el restaurante de la esquina y comenta que parece cerrado y que nunca se caracterizó por su higiene, precisamente. Aurora contempla a Ángel, que es preso de una contagiosa euforia: su mirada echa a volar sobre las aguas de la ría y cualquiera diría que desea alcanzar el mar.

-Aurora, Paula, ¿os conocéis la leyenda del Hombre-pez de Liérganes?

Paula no levanta la mirada del móvil. Aurora se limita a negar con la cabeza, porque sabe que su padre es consciente de que no han oído hablar de aquella historia y de que les pregunta únicamente para crear expectación. A Ángel nunca le ha abandonado del todo su vena teatral.

-Hace muchos años, un paisano del pueblo se fue a bañar a la ría y desapareció. Todos sus conocidos le dieron por muerto. Sin embargo, cuenta la leyenda que, años más tarde, unos pescadores lo encontraron vivo en el puerto de Cádiz. Le habían salido escamas por todo el cuerpo...

A medida que la tarde avanza, el frío se extiende como un manto evanescente sobre las casitas de piedra, y Aurora siente que su chaqueta ya no es suficiente. Qué extraños son los veranos por el norte de España… A Isabel le hace ilusión regresar al bar de Darío, aunque lo más seguro es que, después de todo ese tiempo, haya cambiado de dueño…

Pero Darío sigue allí, con unas cuantas arrugas más y la nieve que la edad abandona sobre el cabello. El bar es un lugar acogedor, de paredes y mesas de sólida madera: madera de pueblo, con olor a leña –y también a nostalgia-. Sobre la barra, hay desplegada una variada colección de tapas que despiertan el apetito de Paula, quien, por primera vez en horas, aparta la mirada de la pantalla del móvil.

-¡Buenas, familia! Qué les pongo.

Isabel no puede ocultar su emoción y, fiel a su carácter impulsivo, tiene que presentarse ante Darío:

-No está usted tan distinto a hace treinta años… Es que mi marido y yo estuvimos aquí de vacaciones antes de casarnos, ¿sabe? No se imagina usted, la ilusión que nos ha hecho entrar y verle… Qué bonito ha dejado el bar, ¿no? Veo que ahora ya no es hostal…

Darío sonríe tímidamente, abochornado por el repentino torrente de información.

-Y estas son las niñas… Aurora y Paula.

Cuando su madre las presenta, Aurora vuelve a tener la sensación de haberse colado en una historia que no le pertenece.

A Darío, treinta años le parecen muchos. Rápidamente, les ofrece unas croquetas caseras que acaban de salir de la cocina. Las cosas han cambiado demasiado, les explica: él se divorció de su mujer y sobrevivió a un infarto… Después, reformó el bar. Ahora, incluso se anuncia en Internet. El restaurante que hay junto a la ría rara vez tiene clientes, les dice: el dueño es ya un anciano y además está peleado con todos sus hijos. La casa de la señora Rosa, por supuesto que la recuerda, pero no es la de la esquina, como creía Isabel, sino la que está un poco más arriba.

-Cuando nos alojamos allí, no nos dejaba volver más tarde de las once de la noche –cuenta Ángel-. ¡Qué bronca nos cayó el primer día, que no lo sabíamos!
-Ah, ¡pues menuda era la Rosa! –exclama Darío- Casera como ella no la he visto nunca. Se murió hace unos meses, la pobre.

Aurora los escucha extasiada mientras remueve distraídamente con la cuchara su tazón de Cola-Cao. Le gustaría haber conocido en primera persona ese pasado. Un temor, hasta entonces desconocido, invade sus entrañas: el terrible presentimiento de que existen historias, sensaciones tan sencillas como maravillosas a las que ella no puede, no podrá acceder. Ahora, el olor a nostalgia y a leña se mezcla con el de café recién hecho. Entonces, le asalta la acuciante necesidad de escribir. Escribir para poder vivir aquello que de otra manera le permanecería vedado…


Al despedirse, Ángel e Isabel manifiestan su intención de comprar una botella grande de agua para el viaje de regreso. Darío les da una, sonriendo con humildad y algo de emoción en sus ojos cansados. Es gratis para ellos, les dice. A Aurora, ese sencillo gesto le remueve las entrañas, aunque, como siempre, se guarda las emociones para sí misma. Hasta ese momento, no comprende que ya forma parte también de aquella película antigua. Que, si regresara al cabo de treinta años, también tendría una historia que contar.

martes, 11 de marzo de 2014

Lobos



Hay peligros de vida en tus ojos 
y hay inviernos más largos que la vida; 
hay canciones muertas en la calle 
y hay golpes que vuelven a doler. 

Duncan Dhu


Hay lobos aullando a mediodía, como en aquella canción de Duncan Dhu. Tú también puedes verlos, ¿verdad? El mundo, últimamente, se ha vuelto tan sórdido que, cuando menos te lo esperes, acabarás siendo uno de ellos. Elegiste el camino equivocado y ahora ya no sabes desandar tus pasos, admitir que fallaste. You’re lost, little girl.

Aurora despertó muerta. Alicia creció y ya no pudo volver a su País de las maravillas.

(No. El terrible secreto es que jamás llegó a escapar de él. Ahora, las flores parlanchinas se han vuelto sombras, el Gato de Cheshire es un perro fiero con los ojos inyectados en sangre…)

El Gato de Cheshire es ahora un lobo.

Asesinada por la vorágine de los días, dirán los periódicos. Soñabas con un final de cuento de hadas, sin contar con que, en realidad, el autor que escribe tu nivola ha decidido que serás un personaje maldito, de los que acaban ahogados en un vaso de absenta. De nada sirve alegar que no te gusta el alcohol. Los versos de Salinas no te pertenecen…

Pero, allí dentro, el cuento continúa, ¿verdad? No hay otro modo de escapar de la sordidez del presente, de los besos que amenazan abismos, de los poemas que nadie te escribirá…


Y por encima de todo, la rabia que inunda tus entrañas. Forma parte también de esa sordidez, claro… Por encima de todo, la mentira. Tan débil, tan exagerada, que la desnudas como si portaras rayos X en las pupilas… Y quisieras destrozarla a dentelladas para después aullarle a la luna llena.

domingo, 2 de marzo de 2014

Have you ever seen the rain?

"Golconde", René Magritte


But there's one thing I know: 
the blues they send to meet me 
won't defeat me. 
It won't be long till happiness 
steps up to greet me…  

B. J. Thomas



Los días más oscuros también tienen su propia banda sonora. Y no cuesta tanto encontrarla.

Pienso en el sol y en aquellos fantasmas morenos, felices, lejanos, que cada verano juegan a suicidarse sucesivamente desde el acantilado y luego se sonríen y beben de la noche.

Y son noche.

Yo me vuelvo sal, espuma, viento. Una cosa es cierta: los turistas, entonces, resultan los asesinos más descarnados de cuantos puedas conocer.

Todo eso se me ocurre si pienso en el sol. Y es que el encanto del mar reside, precisamente, en su lejanía.

Yo todavía espero que alguien me mire a los ojos y me diga:

Arrastrémonos juntos por las dunas gastadas,
dejémonos asesinar como una estrella deslucida y antigua,
sin renunciar a la explosión.
Nunca
renunciemos a la explosión.

Hay amor o hay lluvia. Hay explosión… o hay luces que se apagan lentamente.

Hay luces que se apagan lentamente… y también hay asesinos de luces. Los asesinos de luces… son terribles, ¿sabes? Una vez, conocí a uno. Tenía un agujero negro en el lugar donde debiera estar el corazón. Después de encontrarte con uno de ellos, cuesta mucho volver a iluminarse.

Pero lo acabas haciendo. Sobre todo, si eres de ese tipo de personas que le adjudican una banda sonora a las tormentas. Observa que digo “tormenta” en vez de “lluvia”. No es lo mismo: “lluvia” es una palabra que todo lo apaga. El frío se cura con chocolate. Muy caliente.


Aquel año, debí ignorar mi naturaleza de turista suicida para lanzarme desde el acantilado y descender a un fondo de vida, o de verdes. Aquel año, debí comprender que como estrella no valgo nada, que ninguna estrella vale nada si al final del camino no se abandona a la explosión. Pero ahora ya es tarde y su encanto reside, precisamente, en su lejanía.