viernes, 26 de septiembre de 2014

Bye, bye...



Todas las cosas de la vida, todas las caras de la vida se amontonaron en la misma habitación. 
Jack Kerouac, En el camino


Otra noche de septiembre y el viento frío detrás de la ventana, recordándome que nadie podrá resucitar ya al verano. Suena en mi habitación aquel tema célebre de Don McLean y de repente, sin quererlo, me encuentro invadida por una extraña melancolía nacida de no sé qué rincón imposible de mi pecho. Creo que la melancolía es precisamente esto: ganas de sonreír llorando. En mi memoria, los recuerdos se agolpan y se suceden como nubes obstinadas un día de tormenta. Todo parece amable y lejano. Hay rostros y voces que me llaman por mi nombre, sujetos a músicas familiares –porque cada persona tiene su propia banda sonora-: se acercan y dibujan soles en la noche y luego vuelven a marcharse dedicándome una última sonrisa. 

Y creo que los quiero a todos: a los que ya no están y a los que todavía permanecen a mi lado –quién sabe por cuánto tiempo-, a los que llegan, a los que conozco profundamente sin haber tenido ocasión jamás de conocerlos y a esos que hoy se disfrazan con trajes de desconocidos y si se cruzan conmigo, me miran sin verme mientras musitan un saludo frío que se derretiría al contacto con la sonrisa que se dibuja dentro de mi corazón. Una sonrisa triste, inmune a sus disfraces de desconocidos, consciente de que, muy a su pesar, continúan formando parte de la banda sonora de mi existencia, aunque ahora solo se camuflen entre mis letras como suaves luces –y sombras- de un pasado imperturbable.

Los quiero tanto a todos que solo tengo ganas de llorar.  

Puede que la vida sea conducir ese Chevy de la canción, avanzar por una carretera sin rumbo fijo, dejando atrás rostros y sonrisas, alcanzando ciudades inexploradas como esa “piedra rodante” que también entretejía los poemas de León Felipe. Y otro otoño, otra amistad difuminada, otro romance fallido, que diría el bueno de Freddy Mercury. Otra estación que sonríe con tristeza y hondura, como el rostro arrugado de un viejo indio americano que se muere al borde de una antigua autopista mientras su espíritu se eleva hasta invadir el alma de aquel niño que contempla el paisaje desde la ventanilla sucia de un coche. El polvo del camino todo lo ensucia…Por mucho que me esfuerce, no logro comprender el rencor, el odio o la envidia, y aún no he aprendido a practicar la indiferencia.

Puede que la vida sea eso, y yo nada más que una tonta sentimental. Toca otra vez, viejo perdedor.


Y bye, bye, Miss American Pie… 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Nata y sol



El pasado no es mejor que el presente, pero está iluminado por una luz sugestiva y crepuscular que es tan poética como distinta de la cruda y amarga claridad que tiene el presente. 
Pío Baroja 


Esa noche, recuerdo que compramos un helado de postre en aquella heladería italiana. El mío era de nata, y cuando digo esto nadie suele comprenderme, nadie entiende que la nata sea mi sabor preferido, porque la nata es muy sosa, dicen. Y lo que ocurre es que no la comprenden. Supongo que es difícil ver un mostrador lleno de helados de todos los sabores y colores y decidir arriesgarte por ese blanco lechoso, que pasa tan desapercibido y que no parece nada prometedor a la vista. Pero la nata es dulzura y es melancolía, es ensoñación y recuerdos lejanos, es como el azul dentro del universo de los sabores de helado. Yo me confieso fiel a la nata y lo seré hasta el día en que desaparezca.

Cuando salimos de la heladería, nos sorprendió una repentina tormenta de verano. Paula y yo corrimos para refugiarnos bajo el toldo de una tienda que ya había cerrado, como la noche, mientras los mayores barajaban la posibilidad de regresar a la heladería, que también estaba a punto de cerrar.

Yo miraba las pupilas de Paula y las veía deambular por la calle casi desierta como quien contempla un paisaje que no le pertenece. Ella no recordaba el barrio, porque era demasiado pequeña cuando nos marchamos de allí. Yo tenía la memoria plagada de imágenes, igual que si hubiera sido el día antes cuando lo abandonamos para ir a una casa nueva que tenía piscina y a un barrio nuevo al que le faltaban todas las tiendas, y toda la gente que por las mañanas, los fines de semana, caminaba por la calle de vuelta del mercado, con bolsas de plástico, y los gitanos que se ponían a tocar el organillo cerca de aquella plaza donde di mis primeros pasos, aquella plaza en la que ahora han construido una plaza de toros y un centro comercial y qué sé yo cuantas cosas inútiles más. Mi habitación era enorme y la ventana daba a un tejado lleno de gatos y algunas noches, incluso podía presenciar peleas entre estos animalitos. Eran tiempos en los que resultábamos invencibles, ante todo menos ante algún T. Rex repentino –casi como las tormentas de verano- que avanzara con fiereza entre los edificios, destrozando el paisaje urbano a su paso.

Recuerdo mi barrio bañado por el sol, con edificios apretados, ninguno demasiado alto, con ese encanto que solo poseen los barrios del sur de Madrid, ese encanto incomprensible para aquellos que no lo han vivido, esa magia escondida y desconcertante similar a la nata en los helados. Las distancias, por entonces, eran mucho más grandes, y yo mucho más pequeña y también más llena de sol.

Pero aquella noche, hacía horas que el sol nos había abandonado, y las calles desiertas me miraban con extrañeza –como las pupilas de Paula-, igual que si yo no les perteneciera, y era cierto que ya no les pertenecía y no era menos cierto que llovía, y que lo único que me ataba al pasado era ese helado de nata que tan difícil me estaba resultando comerme debajo de aquel toldo en el que me había refugiado de la lluvia junto a mi hermana.

Y entonces reparé en lo incomprensible que resulto a veces, en mi nostalgia ensoñadora de pasados y en mi escondida y desconcertante pasión por la nata. Y tantas y tantas cosas que se ocultan debajo de mi memoria, de esta corteza de color blanco lechoso que a menudo pasa desapercibida entre los brillantes fulgores de la ciudad.


Lo más extraño, lo más absurdo y misterioso, es que esa noche de lluvia y de helados ha pasado ya a formar parte del mundo de la nostalgia. Como si el tiempo hubiera bañado de sol la noche y la tormenta. Tal vez, el sol no sea más que una dimensión subjetiva…

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Los días-anémona


 "La condición humana", René Magritte

Cuando partimos no dejamos sino la luna que nos sigue.
 
 
Emilio Prados

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No valía la pena seguir destrozando luceros en cada madrugada para después prenderlos en sus pupilas y adivinar a ciegas que el mundo no importaba. Luego siempre llovía demasiado fuerte y los cuerpos se deshacían como hojas secas que el otoño dejara olvidadas sobre el pavimento, como juncos lánguidos en las orillas de la incertidumbre. En ese deshacerse, cada vez ella descendía un poco más, siempre un poco más, hasta sentir que pronto tocaría fondo.

Tocar fondo no es más que perder de golpe todas las estrellas. Besar los cuchillos cálidos del crepúsculo y no encontrar la propia sangre. Romperse.

Como un humo suave, las caricias de los días-anémona se deslizaban por su cabello y le recordaban las horas en las que el corazón se salía del pecho y no importaba que se deshicieran los cuerpos, porque ellos mismos carecían de importancia. Hablar con el alma y ronronear por los claros del reloj y concentrar todos los días en una sola hora, en un último poema que sería el comienzo de todos los demás. Saber que el sueño no era antesala de un final. Eso y solo eso importaba por entonces. Pero al final, regresaba la lluvia.

No explotó; siempre se arrepentiría de no haber explotado. De nada servía destrozar luceros apuntándolos con saetas azules, desde la tierra; cerrar los párpados de la conciencia y abandonarse y fingir que el mundo no importaba y que los cuerpos no terminaban de deshacerse.

Tocó fondo. Perdió la conciencia del sabor salino de las ciudades que recorrían noche a noche sus mejillas. Besó crepúsculos y mordió sus propios labios. Se rompió.


Y un día, las ciudades sin nombre se apagarían para encender de nuevo el firmamento. Descubrió, con aquellas luces imprevistas, que nadie había visto su alma. Que el personaje de nivola que ya era asaeteado con flechas azules y abandonado en el puerto de los malvados nada tenía que ver con su sombra. Ni tampoco con aquel ángel rubio que los días-anémona levantaron en torno a su figura. En verdad, ángel y diablo se constituían como un par de creaciones perfectas e ilusorias que se alejaban de lo que ella era realmente: un pulso sin dientes, un latido desacompasado, una estrella deshecha a falta de explosión, una mirada cosida de silencios a la que a veces se le escapaba el corazón. Que naufragaba una y otra vez pero seguía deseando regresar a su cuento, o tal vez encontrarlo. Y vivir para siempre en los días-anémona, sin tener que ser ángel o diablo...

martes, 2 de septiembre de 2014

La Ciudad Sin Nombre



nombre de la esquina del mundo
donde me esperarías. 
Pedro Salinas


Recuerdas una estación de trenes, gris, enferma de bullicio. La conociste en sueños, sin haberla visto jamás y, cuando llegó a tus manos aquella fotografía, comprendiste que era la misma y te asustaste y después no pudiste escapar, o tal vez no lo deseabas. Hace ya cuatro años desde que todo comenzó.

Hoy, la Ciudad Sin Nombre no es más que esa estación. Un lugar donde esperabas trenes con rumbo desconocido, con un destino que ignorabas porque siempre despertabas antes de subir, o cuando ya ibas dentro. Jamás llegabas a ningún sitio. Cuando abrías los ojos, te encontrabas de nuevo en la desasosegante estación de la Ciudad Sin Nombre, esperando un nuevo tren que tampoco te llevaría a ninguna parte. Aquella estación, con sus miles de ojos ciegos anclados en pasados azules que estallaron por un exceso de inocencia. Con transeúntes grises hablando en idiomas desconocidos, bocanadas de aire frío hendiendo como cuchillos la flor desgarrada de tu carne.

Recuerdas también al inexistente Trapecista, perfecto e irreal. Formaba parte de la Ciudad Sin Nombre y sus iris ambarinos tenían un regusto de trenes ignorados, de caminos borrosos y promesas imposibles. Desaparecía si te atrevías a tocarle y, cuando no lo hacías, eras tú quien se borraba. Igual que la estación. Igual que el nombre de la Ciudad Sin Nombre.

Pasaron los años y aquel gris infinito se había ido internando en tus pupilas, en tus labios estériles y en todas las historias que imaginabas y que nunca se terminaban de cumplir. Tuviste miedo de convertirte también en parte de aquella estación. Quisiste dormir tan fuerte que todos tus sueños se sacudieron y vomitaron ilusiones. Y al final, te quedaste dormida.

Cuando abriste los ojos, viajabas dentro del mismo tren, al que no recordabas haber subido, y este acababa de detenerse. Se abrieron las puertas y apareciste en la estación de una ciudad distinta, que no era la Ciudad Sin Nombre. La reconociste. Alguien te esperaba en el andén. Sintiéndote extraña, temerosa, te atreviste a tocarlo, pero no desapareció, y tú tampoco. Era real, estaba vivo y te acariciaba con la mirada. A tu alrededor, los pasajeros iban y venían en un bullicio alegre, sonrientes, manteniendo retazos de conversaciones que llegaban hasta tus oídos y te hacían sonreír. Una luz azul lo invadía todo y sentías que el verano había llegado para quedarse.

Al fin habías descubierto el misterioso destino de los trenes que partían de la Ciudad Sin Nombre. O quizá se tratara del destino de un solo tren, y cada uno de ellos condujera a una Ciudad Con Nombre diferente. Pero a ti te gustaba aquella en la que habías aparecido, a la que te había conducido el tren dentro del cual despertaste. En ese momento, te resultaban indiferentes todas las demás Ciudades Con Nombre. Y en tu interior, sabías que volverías a subir a aquel tren, pero que ya no regresarías a aquel lugar desde donde partiste.


A veces, todavía sientes el recuerdo de aquel frío y tienes miedo de borrarte, o de que todo el paisaje se difumine y vuelvas a despertar, una vez más, en la estación fría e incompleta de la Ciudad Sin Nombre, aquella a la que llegaste por casualidad y sin remedio hace ya cuatro años…

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