jueves, 24 de diciembre de 2015

Ruinas de la Ciudad Sin Nombre



Volved, volved a mí   
todas aquellas cosas que no fuisteis. 
(Rafael Alberti)

Mientras cae la noche de diciembre, el Trapecista entona con su instrumento unas notas de adiós. Yo me detengo en sus ojos dulces y soñolientos, en el cabello oscuro y engominado, en aquella boca levemente abierta, tensionada a causa de la concentración.

Ríos de vidas inexploradas se desbordan ya por los canales, y pienso que sería extraño regresar allí alguna vez. O quizá nunca me he marchado del todo. Al fin y al cabo, la Ciudad Sin Nombre era solo una proyección de aquel adiós infinito cuajado de máscaras y de soles que sobrevenían a noches de insomnio. Era la sombra de otra ciudad real a la que un día quise llegar para reencontrarme con el Trapecista y romper de cuajo la maldición de nuestro lírico adiós. Pero la ciudad se quedó sola antes de que pudiera decidirme.

En mis sueños se transformó en la Ciudad Sin Nombre: una estación gris de dónde partían trenes que nunca llegaban a ningún sitio. Y yo me limitaba a esperarlos, pensando tal vez que me conducirían a la ciudad de los canales, donde todo terminó para empezar.

Un día, me marché para siempre de la Ciudad Sin Nombre, dando la espalda a todos los recuerdos. No imaginé que la tristeza me empujaría de nuevo hacia sus puertas, cerradas ahora para mí. Ya no se escucha desde fuera el rumor de los trenes imposibles y todo parece apagado, en la distancia. La Ciudad Sin Nombre se deshace en un sueño sin tiempo y su propia irrealidad se muere. Y aunque quisiera, no podría regresar.


El Trapecista, apenas un recuerdo frágil, una fotografía a la que todavía puedo aferrarme, es todo lo que me queda de aquella Ciudad, y de la otra. Lo escucho pulsar las cuerdas, elevando en el aire las notas dulces de una canción que jamás ha existido. Se despide, esta vez de verdad. Pero yo solo me pregunto si no será aún muy tarde para volver a soñarlo.
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domingo, 1 de noviembre de 2015

El pie derecho


"La leyenda de los siglos", René Magritte

¿Cómo fue?  
Una grieta en la mejilla. 
¡Eso es todo!  
Una uña que aprieta el tallo.  
Un alfiler que bucea  
hasta encontrar las raicillas del grito.  
Y el mar deja de moverse. 

Federico García Lorca 


Habían encontrado al hombre muerto en la silla, con las piernas estiradas y los ojos muy abiertos. Cuando mi compañero y yo llegamos a la celda, el cuerpo permanecía intacto, y sobrecogía su mirada vacía, dramática, mirándonos sin vernos. “Murió por la noche”, había dicho el guardia. Sí: murió por la noche, como todas las almas que guardan un secreto. En la prisión, era un muerto más, pero yo sabía que algo escondían sus ojos angustiados, su figura de muerto a medio hacer, sentado en aquella silla como si la Parca le hubiera alcanzado por sorpresa. Mirando algo que no comprendíamos.

Cuando se llevaron el cuerpo, continué contemplando la silla, colocada de mala manera sobre una alfombra raída y sucia. Mi compañero tiró de mí, tratándome de convencer de que la nuestra era una visita de protocolo y nada más. Un hombre aparentemente sano que muere en la cárcel, después de haber pasado allí unos meses por un delito menor de robo. “Vete tú”, le dije. Me apetecía quedarme sola con mis cavilaciones, y salí al patio soleado, donde algunos internos paseaban. Entonces, vi a la última persona a la que esperaba encontrarme allí.

Estaba solo, sentado en el suelo, vestido con un polo blanco limpísimo. Se dedicaba a trenzar pulseras, y un rayo de sol se derramaba directamente sobre sus esponjosos rizos castaños. No me acordaba casi de aquellos rizos. En todas las ocasiones que lo había visto en los últimos años, siempre de lejos y sin atreverme a dirigirle la palabra, tenía el cabello muy corto. Pero en esos momentos, sentí la necesidad aguda de hablar con él, mi antiguo enemigo íntimo. Me acerqué, impresionada, y lo llamé por su nombre: “¿Teo?”.

Levantó la mirada hacia mí y pude ver que en sus ojos se había instalado una especie de tristeza infinita que nunca antes había estado allí. Esbozó una sonrisa bonita y sincera, reconociéndome. “¿Qué haces tú aquí?”. No le di demasiadas explicaciones, pero me senté a su lado en un impulso natural, como hubiera querido hacer en tantas ocasiones anteriores. Sentí que él lo agradeció, porque aparecieron luceros diminutos en sus iris castaños. Nervioso como un chiquillo, comenzó a contarme su historia con su voz rota, tan familiar y tan lejana. No había cometido ningún delito grave, pero las malas compañías de siempre le acabaron jugando una mala pasada. Me hablaba como si su ilusión dependiera de mí, como si toda la vida hubiéramos sido amigos. “Te queda bien el pelo así”, me atreví a decirle, y me confesó que no se dejaba crecer aquellos rizos desde que era un chaval. “Pero aquí, en el trullo, no vale la pena ir arreglado”. Reímos. “Pues no te imaginas cómo te llamaba en esos tiempos”. “Venga, niña; ¡confiesa!”.

Se había detenido el tiempo en torno a nosotros; habíamos olvidado que aquello era el patio de una prisión, y me sentía obnubilada por sus ojos grandes y tristes, por las facciones angelicales de su rostro; por esa belleza que siempre me había parecido inalcanzable. No podía creerme que él estuviera en la cárcel, ni que hubiera tenido que ser en la cárcel cuando por fin habíamos mantenido una conversación como dos seres civilizados, sin insultarnos ni despreciarnos mutuamente. No era ningún criminal; no era más que un gamberro con buen corazón. Y yo necesitaba ayudarlo de algún modo, así que le pregunté cómo podía hacerlo. Él le restó importancia al asunto: “Eh; saldré de aquí, claro que saldré. Y entonces, te pediré una cita, ya que ahora pareces más simpática que cuando eras una cría”.


"La respuesta sorprendente", René Magritte


Aquella noche, me llamaron de la comisaría de madrugada. El forense había encontrado en el cadáver del presidiario unas extrañas heridas en el pie derecho, junto a un dibujo, probablemente obra del muerto, escondido en el dobladillo del pantalón. Me desplacé al depósito de cadáveres a la mañana siguiente, cuando apenas había amanecido. El dibujo estaba tan logrado que resultaba impactante. En él, la única diferencia aparente con la realidad es que el hombre no tenía pie. En mi opinión, se trataba de una pista, de una señal para comunicar algo que no podía transmitir de otro modo.

Tras pasar todo el día cavilando, la solución al enigma se me presentó de repente, como un rayo de sol tras la tormenta. Regresé a la celda y me fijé, de nuevo, en la raída alfombra que se encontraba bajo la silla donde habían encontrado el cuerpo. La levanté de un tirón y… Ahí estaba: un hueco abierto entre los desgastados tablones de madera. El ocupante de la celda debió de haber pasado las últimas semanas de vida agrandando con el filo del zapato un hueco que habría encontrado en la madera, con el único fin de esconder algo allí. Nerviosa, traté de apartar a tirones los tablones que me obstaculizaban el acceso al agujero, pero lo único que conseguí fue hacerme una herida en la mano, y la madera quedó manchada de mi sangre. Fui a por una palanca de hierro para ayudarme, y de esta forma conseguí agrandar el hueco hasta el punto de poder meter la mano por él.

Enseguida, mis dedos palparon un papel, tal como había supuesto. Conteniendo el aliento, retiré la mano lentamente del agujero, sacando de allí lo que con tanto mimo había escondido el preso. Era una fotografía arrugada, manchada levemente de sangre, de mi sangre. En el reverso, alguien, probablemente el preso, había garabateado un mensaje: “Lo mataron ellos”. Miré atentamente la foto. En ella, un hombre estaba sentado en una silla, en la misma silla de la celda. Junto a él, el que rápidamente reconocí como el guardia que me había atendido el primer día, lo apuntaba a la cabeza con un rifle. Un escalofrío se apoderó de mí cuando reconocí al hombre de la silla.

Era Teo, con la boca entreabierta y una mirada infinita. Bajo sus rizos castaños, desde la frente, un hilo de sangre le resbalaba por la mejilla hasta llegar al cuello y manchar su polo blanco. Su sangre se mezclaba con mi propia sangre sobre la fotografía.


Me arrastré como pude al patio para asegurarme de que aquello no podía ser cierto. En el centro, como el primer día, Teo estaba sentado en el suelo, envuelto en una luz irreal, vestido con el polo blanco, intacto. Me dedicó una mirada profunda, triste y buena. Entonces comprendí todo, mientras mis ojos se iban llenando de lágrimas. 

domingo, 25 de octubre de 2015

Una historia de vacíos


Me hice ilusiones.
No sé con qué, pero las hice a mi medida.
Debió de ser con materiales muy poco consistentes
 
Ángel González


El frío me trae a la memoria todas las cosas vacías y tristes del mundo: el olor de los aeropuertos, la luz insomne de los hospitales, la soledad de una piscina, un cielo gris enmohecido peinando los últimos acordes de la tarde. También me hace recordar todas las historias tristes que conozco. La que sigue no es exactamente triste; es, sobre todo, una historia de vacíos.

Érase una vez una noche de un otoño que se marchitaba. Diciembre inauguraba en Madrid la ansiada y efímera iluminación navideña, en un tiempo en que las estridencias de Agatha Ruiz de la Prada aún no habían colonizado la estructura metálica con forma de pino que cada año se coloca en la Puerta del Sol. A nuestra joven protagonista le seguía ilusionando contemplar la iluminación navideña, a pesar de haber dejado la infancia –y la adolescencia- bien atrás. Ese año, era doblemente ilusionante, porque se trataba de la primera vez que salía de su casa desde hacía un mes. Acababa de curarse de un virus pesado e incómodo, un virus que la había mantenido postrada en la cama y sin probar bocado. Por eso, aquella noche las luces navideñas se reflejaban en sus ojos con un brillo especial.

Para celebrar su restablecimiento, había aceptado el primer plan que se le presentó: ir a un pub con una colega –no llegaba a la categoría de amiga- y su pandilla. Cuando llegó allí, no conocía a la mitad de la gente: en parte, se sentía diminuta y vulnerable, extraña en aquel ambiente de música latina que no la incitaba a bailar. Se movía de forma mecánica y absurda, y el espejo de la pared le devolvía a veces un rostro pálido y ojeroso, unos labios cortados: huellas aún visibles de la reciente enfermedad. Pero, por otra parte, una ilusión inexplicable y revitalizante la invadía aquella noche: una ilusión que se parecía mucho a esa misma emoción injustificable ante el alumbrado navideño. Tal vez, simplemente se debiera al furor por volver a salir de casa, por sentirse recuperada.

No estaba especialmente guapa aquella noche. Pero uno de los amigos de su colega, uno que no había visto antes, le sonreía todo el tiempo. Él tampoco era especialmente guapo. Tenía un rostro característico, muy parecido al de un pastor alemán. Incluso en su mejilla poseía un lunar idéntico al que los pastores alemanes tienen al lado del hocico. Era delgado y ojeroso, como si estuviera enfermo de manera permanente, y sus labios resultaban demasiado finos y marcados. Pero tenía una mirada amable.

El Chico-Pastor alemán pasó gran parte de la noche hablando con nuestra protagonista. Cuando todos se despidieron, le pidió el número de teléfono. La historia comenzó así, de modo convencional y estereotipado: parecía difícil que de aquello pudiera surgir algo especial. Pero la muchacha se había empezado a ilusionar.

Todo prosiguió de la forma habitual: él le escribió un mensaje y, días más tarde, ambos se encontraron en la Puerta del Sol, junto a la estructura metálica con forma de pino. Aquella tarde, él la besó por primera vez, aunque resultó un beso tan anodino que ella ni siquiera podría recordar, años más tarde, en qué circunstancias se produjo. Solo sabía que nunca estuvo especialmente ansiosa por ese beso: tampoco estaba segura de que el Chico-Pastor alemán le gustara. Apenas lo conocía y tampoco se podría hablar de un flechazo. Pero el beso no le disgustó, y hacía unos meses había salido de una pseudo relación, la primera, que le había borrado de un plumazo todas sus fantasías salidas de los cuentos de hadas.

O al menos eso pensaba ella. En el fondo, su ingenuidad había recibido una puñalada, pero continuaba viva, resurgiendo ante la anodina historia que estaba comenzando. En su mente envenenada de cuentos, la idea de la hipotética llegada de un Príncipe Azul que la rescatara para siempre de aquella realidad invernal cobraba fuerza, revivía ante cualquier atisbo de ilusión. Era nuestra protagonista una muchacha enamoradiza, tendente a idealizar a las personas y a enamorarse no de las personas en sí, sino de su propia idealización proyectada.

Por eso, la tarde en la que el Chico-Pastor alemán la cogió de la mano y la invitó a cenar a un restaurante hindú, la joven comenzó a idealizar de forma más profunda. Jamás nadie la había cogido de la mano, ni siquiera en aquella relación por la que había pasado sin pena ni gloria, sin reconocer en el otro un mínimo aliento de romanticismo.



Empezó a quedar más a menudo con el Chico-Pastor alemán. Paseaban por el casco antiguo de Madrid bajo el frío de diciembre, se besaban, tomaban chocolate con churros y alguna vez fueron al cine. El alumbrado navideño era el telón de fondo de aquel comienzo que bien pudiera describirse como plácido. La conversación, sin embargo, continuaba siendo tan superficial como la que pudieran mantener unos perfectos desconocidos. Ella se dio cuenta de que él jamás expresaba sus sentimientos, y de que nunca le había dicho con palabras que le gustaba. Por eso, una noche, al salir del cine, después de que él la besara, ella se le quedó mirando y, con gran esfuerzo, consiguió articular la pregunta: “Oye, ¿yo te gusto?”. Él arqueó las cejas y sonrió, sorprendido: “Creía que era obvio”. Ella sonrió también y quiso abandonar su inquietud. Pero, en el fondo, esta continuaba palpitando en su corazón, que le susurraba que algo iba mal. Sin embargo, logró acallar aquellas voces y se abandonó, de nuevo, a la ilusión.

Diciembre fue avanzando y pronto dejó paso a enero. Se acercaba el momento favorito del año de la muchacha: la Noche de Reyes. Desde niña, tenía la costumbre de asistir a la cabalgata con sus padres y después ir a tomar un chocolate con churros al Café Comercial. Le habló al Chico-Pastor alemán de aquella tradición, tan especial para ella, y entonces ocurrió algo inesperado: él le propuso ir a ver juntos la cabalgata aquel año. Emocionada, ella aceptó.

La tarde del 5 de enero, vieron juntos la cabalgata. Se rieron, se besaron muchas veces y él le consiguió algunos caramelos de los que eran arrojados desde las carrozas. Después, caminaron de la mano hasta la Puerta del Sol, donde él había quedado con sus amigos, aquellos con los que estaban la noche en que se conocieron. Justo antes de encontrarse con ellos, soltó su mano, y la inquietud volvió a renacer en el pecho de la muchacha en forma de un mal augurio. Se encontraba en un extraño punto de partida: el mismo escenario, la misma gente, el mismo alumbrado navideño. Y la mirada de él, sin rastro de complicidad, como si continuaran siendo los mismos perfectos desconocidos del comienzo. Por las reacciones generales, se dio cuenta de que él no le había contado a ninguno de sus amigos nada acerca de ella. Se marchó a casa muy pronto.

Al día siguiente, le escribió un inocente mensaje: “¿Qué tal tus Reyes?”. Pero la respuesta no llegó de inmediato. Pasaban las horas y continuaba sin llegar, a pesar de que el mensaje aparecía marcado como “leído”. La joven volvió a la Puerta del Sol aquella noche, paseando sola y reflexionando acerca de los últimos acontecimientos vividos. Se dio cuenta de que aquella ausencia de respuesta ponía, de algún modo, un punto y final. Por alguna razón, no se sorprendió. Esa noche, se encendió el alumbrado navideño por última vez.

Días más tarde, unas sucintas palabras de él le confirmaron lo que ya sabía y se negaba a creer. Aquel comienzo de historia que duró lo mismo que el alumbrado navideño de Madrid le dejó un pequeño vacío en el alma, aunque comprendía que dicho vacío no se debía a que echara de menos al Chico-Pastor alemán. Realmente, a esas alturas todavía no estaba segura de que él le hubiera llegado a gustar. Más bien, se había dejado arrastrar por su perfecta idealización, por la inútil ambición de perseguir un cuento de hadas que el destino parecía negarle, una vez tras otra.

Esta historia, queridos lectores, no es una historia triste, sino una historia de vacíos, de sentimientos inexistentes, de besos huecos, de idealizaciones proyectadas y hojas marchitas que se dejan llevar por la ráfaga de viento más amable. No cobran importancia los personajes, sino el trasfondo escondido bajo los acontecimientos. Cuando pienso en esta historia, me domina un sentimiento de sinsentido cósmico, de ingenuidad apuñalada, de comprensión tardía. No puedo evitar preguntarme cuántas historias, más largas que el período del alumbrado navideño, se habrán construido sobre ese mismo vacío. Cuántos corazones no sentirán curiosidad por enamorarse, por sentir de un modo más agudo y profundo. En tales ocasiones, me invade una especie de pasión rebelde.


El frío me trae a la memoria todas las cosas vacías y tristes del mundo, y tengo que combatirlo con amor: ese sentimiento que rebosa en mi sangre y dentro de mi corazón.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Volar

Barco de mariposas, Salvador Dalí


es decir ayer
es decir hace siglos
 
Alejandra Pizarnik

“Aquí aprendí a volar”, te confesé mientras me mirabas desde el suelo, embelesado. Nos hallábamos en un portal de amplias dimensiones, con un techo alto que podía acariciar en aquellos momentos. De nuevo, se apoderaba de mí esa maravillosa sensación de paz, la percepción de un equilibrio perfecto que bañaba todo mi universo: el equilibrio que he perseguido cada minuto de mi vida y que solo he podido hallar plenamente cuando vuelo.

Volar es algo así como nadar en el aire, que ejerce una pequeña resistencia, muy pequeña. El vértigo habitual desaparece, junto a todas las preocupaciones mundanas. En su lugar, se extiende por la mente y la sonrisa una misteriosa confianza muy parecida a la felicidad. Volar es elevarse sobre todo aquello que suele dar miedo, borrarse las ojeras y comprender que las montañas más escarpadas son leves obstáculos en tu viaje que, simplemente, te obligarán a volar más alto. Volar es sentir que no tienen cabida en tus ojos los imposibles.

En ocasiones, transcurre demasiado tiempo entre uno y otro vuelo, como si me hubiera olvidado y, de repente, un día volviera a recordar cómo se hacía. Si lo medito fríamente, no puedo olvidarme de volar porque jamás he aprendido: desde que tengo memoria, he sabido hacerlo: nadie me ha enseñado. Lo que ocurre es que, a veces, se me olvida que siempre he volado. Y un día, simplemente, me acuerdo, y vuelvo a elevarme en el aire como tantas otras veces y a sentirme en paz conmigo misma.

Siempre que vuelo estoy sola. Lo hago de forma natural, como si se tratara de un don que únicamente yo poseo. Por eso, cuando te conocí y me confesaste que sólo te enamorarías de una mujer que volase –haciendo tuyas aquellas palabras de Oliverio Girondo-, comprendí que al fin nos habíamos encontrado.

Mis primeros vuelos los efectuaba para escapar de las pesadillas y despertar, sana y salva, en mi cama. Ahora, si estoy despierta, solo puedo volar cuando estoy a tu lado, alcanzando el equilibrio que siempre había perseguido y que quedaba relegado a mis sueños.


Hoy, he regresado a aquel portal que visité la otra noche mientras volaba, aquel que quise enseñarte, que formaba parte de mi historia. El portal era mucho más pequeño de lo que recordaba, tal vez porque los lugares de la infancia adquieren, en la memoria, dimensiones idealizadas. Tal vez, simplemente, porque yo era más pequeña y el mundo, igual que las distancias, se volvían inmensos. Allí aprendí a volar, o a soñar. Al final de las escaleras, he vislumbrado la puerta que tantas veces crucé cuando el universo avanzaba balanceándose al ritmo del trotecillo alegre con el que me dirigía al colegio, de la mano de las personas que me vieron volar entonces y a las que ahora solo puedo hablar en mis sueños. Tal vez, sí aprendí a volar: tal vez sí me enseñaron. De lo que estoy segura es de que jamás podré olvidarme…

lunes, 7 de septiembre de 2015

La Verdad


 Fotograma de Un perro andaluz (1929), de Luis Buñuel y Salvador Dalí

Or were run down by the drunken taxicabs of Absolute Reality 
Allen Ginsberg, Howl

La Verdad puede ser tan fría y tan hiriente como el más afilado de los cristales. A veces ocurre que la presentimos de lejos, disfrazada de imágenes subconscientes plagadas de calaveras o en esos instantes en lo que la rabia nos invade y no queremos a nadie y somos esos seres a los que nadie quiere. La presentimos, sí; pero es tan horrible, tan monstruosa, que no nos atrevemos a  acercarnos.

Y huimos. Cerramos los ojos y estaríamos dispuestos a arrancárnoslos para no ver, para no descubrir la Verdad. Para no mirarla a la cara y estremecernos y dejar que el mundo de las sombras nos destroce, que todo lo vivido se convierta en una proyección de imágenes sobre la pared de una cueva que alguien allá afuera maneja. Alguien llamado la Verdad.

Pero no importa, porque todo tiene un fin, incluso la inocencia. ¿Y qué será de nosotros cuando ya no quede ni una gota, cuando a pesar de habernos arrancados los ojos todavía podamos ver, como en la más estremecedora de las pesadillas? En el instante en que muere la inocencia, el velo de dulces mentiras se deshace para dejar desnudo el esqueleto árido de la Verdad. Lo veremos aunque no queramos mirarlo. Perderemos el alma cuando esto ocurra, porque en realidad nos aferramos a la mentira para seguir creyendo en un mundo bueno, amable, cuajado de pasados azules y algodonosos. Ese mundo que nos ha convertido en lo que somos: un cúmulo informe de buenas y malas intenciones, de sonrisas y llantos, de tantas equivocaciones.

Sin embargo, una vez herida, la inocencia no puede recuperarse. Ocurre igual que en un sueño, cuando nos damos cuenta de que nuestro alrededor no es real y, aunque tratamos de quedarnos, todo se va disipando a velocidades de vértigo.

Un día, simplemente descubrimos que todo el dolor vivido por no mirar a los ojos a la Verdad no ha servido de nada. La pesadilla no terminó en ese punto: reside debajo del velo raído al que no nos atrevemos a volver la mirada. No va a regresar el mundo de inocencia, ese mundo en el que todo estaba bien. No es lógico seguir huyendo de algo que ya nos alcanza, que nos cubre con sus tentáculos de sangre, que nos cierra los paraísos de libertad y niebla que un día imaginamos.


Y seguimos corriendo porque, cuando nos detengamos, nos disiparemos como un sueño más, como una mentira, como una lágrima. 

sábado, 25 de julio de 2015

Si tú me dices ven


Como un ave olvidada de la rama nativa
A un tiempo poseíste muerte y vida,
Sin haber muerto, sin haber vivido. 
Luis Cernuda


Tenía nombre de bolero y sonrisa de galán de película de serie B. Se escondía tras el acordeón más triste de todos los tangos que venían a mi imaginación y a la vez formaba parte de una suerte de distopía inaccesible para los soñadores caducos como yo. Lo miraba caminando por oficinas blancas como amaneceres inciertos, siempre rodeado de gente, sin detenerse. No; no  lo miraba. Lo asesinaba en versos.


¿Cuántos años han pasado? Hoy las oficinas se derraman por mis mejillas como lágrimas de ciencia-ficción, imposibles y perfectas, crueles. Hoy, los protagonistas de todos los cuentos inacabados se levantan contra su autor, con las manos cubiertas de sangre. Los cientos de futuros abandonados en hojas amarillas se amontonan, uno sobre el otro, revelándome que, en realidad, no fui yo la asesina. No hay final: jamás hubo final. Ahora, puedo escribir historias nuevas, modelar personajes con los dientes azules y los ojos como luces de neón. Pero él permanece vivo detrás de todos los boleros y yo sigo esperando, esperando para continuar esa letra que sigue siendo cierta, esa letra que comienza: “Si tú me dices ven…”

jueves, 2 de julio de 2015

Final



"Blood in my love in the terrible summer" 
Jim Morrison

.
.

Te he querido tanto. Desde aquellos días de las libélulas apuñalando los mediodías sangrantes del oeste. Tal vez ni siquiera soñaras con mi sombra por entonces. Pero estaba allí: detrás de todas las esquinas del mundo, al borde de cualquier verano o de cualquier precipicio que habitase en una mirada de soslayo.

Dicen que, si pronuncias tres veces la palabra noche delante de un espejo, te abrasas. Yo me desgarré los ojos para guardar silencio, pero fue en vano: el Mago del Reloj espiaba mis labios, los manipulaba, me acunaba despacio mientras de mis sienes brotaban flores blancas de adelfa.

Era como un ritual tétrico, vacío y extravagante, extrañamente dulce para la conciencia de un poeta próximo al suicidio (pero yo jamás lo he sido). ¿Recuerdas mi corazón incendiándose? Lo salvaste. Me salvaste. Y después.

Después llegó la lluvia.

NOCHE. NOCHE     N O C H E…

(Y todas las luces se apagaron.)
…………………………………

¡Miss X, Miss X! ¿Dónde está? Todavía me acuerdo de sus labios, de su melena rubia arrebatada por el fuego. Tenía veinte años, los mismos que yo cuando se deshizo el verano. Pero yo jamás lo he sido.

Miss X halló su nombre extraviado al fondo de una nube, dentro del mar, una noche de julio. Había islas amarillas que la acorralaban. La encontraste con un velo en los ojos y entonces. Entonces…

Entonces amaneció.

N  O  O  C  H  E.         Nochenoche
………………………………..

Así terminaba el hechizo en cada albada. Se me enredaba el cabello con las aguas del lago donde flotó Ofelia, encantada. Hasta que un día, todas las libélulas se aliaron con mi sombra para desvanecerla en luz.

Hoy vislumbro las sendas del futuro disueltas en niebla. Hay sangre que se desborda en oleadas sobre la ciudad, sobre mi corazón, que se ha ennegrecido al paso de las desilusiones, y aquel verano terrible predicho por Jim Morrison cobra su sentido, sus variaciones ciertas: una feroz tristeza que me abrasa el corazón antes de marcharme para siempre. Porque aquel silencio sólo fue una máscara: en realidad, yo también pronuncié esas palabras disparando a la superficie del espejo.


A veces el adiós es la última estación en la que todos nos bajamos. Y este es solo un final premeditado…

miércoles, 24 de junio de 2015

Derecho al naufragio

"Nimbus", Berndnaut


Estoy cansado del estar cansado.
(Luis Cernuda)
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De nada sirve llorar, y jamás tus motivos serán lo suficientemente justificables para hacerlo. Pero a veces cuesta ignorar que el viento es muy alto y que la barca donde bogan tus sueños está construida con materiales demasiado frágiles, demasiado vulnerables ante la feroz melancolía.

Y te cansas de estar cansada, como el poeta. En esos instantes, el látigo de la realidad se agita, impasible, sobre todos los azules del mundo, que tienen una triste y perversa tendencia a desvanecerse. Sin embargo, la oscuridad nunca se marcha. Los colores sombríos solo son eclipsados momentáneamente por la luz, pero siempre perviven de manera latente. Las nubes los atraen. A veces, no son necesarios motivos concretos para que la barca comience a zozobrar. Para que las fuerzas te abandonen y sueltes el cabo que hasta entonces habías sujetado con la ilusión de que un día el viento dejara de perseguir tu frágil embarcación. Y ya dijo Ángel González que las ilusiones están hechas con materiales muy poco consistentes.

Es el precio de la utopía, la otra cara del idealismo. No tienes derecho a la tristeza: posees tantas razones por las que sentirte dichosa… Pero a veces. A veces. Esas veces en las que sientes que tu sombra podría envolver a cualquiera que te mirase a los ojos, arrastrándolo a tu naufragio.


No; no tienes derecho a la desesperanza. Pero lo bueno de ésta es que siempre se acaban marchando las nubes y entonces descubres que las personas tenemos algo de aves fénix y de repente eres consciente de que, en realidad, no llegaste a soltar del todo el cabo que mantenía atado tu sueño. Y te repites aquellas palabras que dijo Escarlata O’Hara después de que su mundo se desmoronase: “Mañana será otro día”.

miércoles, 17 de junio de 2015

Summer in blue

Santorini (Grecia)

I love you, the best… 
Better than all the rest 
that I meet in the summer, 
indian summer… 

Jim Morrison


Anochecía dentro de un mojito de Huertas. El aire olía a verano y yo llevaba unas sandalias altas, demasiado altas para resultar cómodas. Escucho un tintineo de copas y una música alegre y comercial que no acababa de ajustarse a mis oídos. Revivo aquellas sensaciones sin recordar quién me acompañaba: tal vez se trate de un recuerdo fingido que enmascara mi hambre voraz de verano.

Porque el verano es esa estación azul en la que todo se hace posible, aunque a veces los acontecimientos se asemejen mucho a los sueños y terminen antes de abrir los ojos y acostumbrarse a su realidad: septiembre difumina sus bordes y siempre nos acaba devorando.

Recuerdo aquel verano de 2009. El aire de Estambul me envolvió en su magia infinita y olorosa de especias, situando mi vida en el umbral de la incertidumbre y de los corazones zozobrantes que habría de engullirme en todos los veranos posteriores. Yo era muy niña y no sabía que un beso puede ser también una esponja viscosa que absorbe la dulzura de todos los cuentos con los que nos durmieron en días remotos como golondrinas evaporadas.

El siguiente fue un verano con olor a tormenta. Seguía siendo muy niña y, sin embargo, ya tenía el pecho sobresaltado de emociones. Creía que el azul me había abandonado y, sin embargo, regresó en forma de islas griegas, con acordes italianos, que se morían al atardecer en ondas añiles. Amores tan platónicos que se quedaron a vivir en mis versos, amenazando con no marcharse jamás, que todavía a veces encuentro, ya borrosos y frágiles, separados de lo real.

Otro año, me desdibujé por las anchas avenidas de un París de bohemias extraviadas y me perdí por el laberinto del País de las Maravillas sin poder encontrarme. Tal vez por eso acabé saltando al vacío en los veranos posteriores, creyendo en la combustión inevitable de todas las estrellas, ennegreciendo los azules de mi pecho… hasta volver a encontrarlos intactos una noche imprevisible de julio en la que regresaron todos los cuentos borrados por los besos que no debieron ser.

Este año, el frío empaña las primeras esquinas del verano. Pero acabará llegando en su disfraz añil, dulcificando nuestros huesos y perfumando los aires de vestidos blancos. Qué nuevas aventuras nos aguardan en los campos sinuosos de julio, rastrillados de luceros…

Me quedaría a vivir en alguna tarde de verano infinita, en ese momento en el que luchan en el horizonte los celestes y los lilas y la vida parece suave, muy sencilla, ligera como los vestidos blancos, fría como la arena de la playa al anochecer. Se para el tiempo y naufraga lentamente, y en los restos de sol hallo valses caídos que apagan en silencio el miedo.


lunes, 18 de mayo de 2015

Las heridas del sol

"Boulevard Montmartre la nuit", Camille Pissarro

La noche, la noche deslumbrante
que junto a las esquinas retuerce sus caderas,
aguardando, quién sabe,
como yo, como todos. 
Luis Cernuda

.
La noche. La noche con su interminable desfile de recuerdos enquistados caminando sobre el telón de fondo del verano madrileño. Escuchas el sonido de una ambulancia y eso te hace estremecerte, aunque la temperatura de tu habitación debe de ser cercana a los treinta grados.

A veces solo necesitamos unas palabras, una pasión desmedida, una estrella en combustión. Alguien que rompa la tristeza en mil pedazos, que ascenderán como polvo estelar al firmamento de las cosas que no son. Necesitamos saber que hay algo más, un algo incorruptible y preciso que nos envuelva. Pero el teléfono permanece dormido y la noche prosigue con su desfile suave, inacabable.

Mañana el sol tendrá una herida nueva y nadie se percatará de ello. Quisieras que supiesen leerte entre líneas cuando la frustración te lleva a decir lo que en verdad no deseas para no alterar el guión que imaginariamente has trazado en tu pensamiento, sin comprender que eres la única directora de esta película y que los argumentos se van modificando a medida que se escriben. Y las conversaciones perdidas vomitan las palabras nunca dichas, que se van a morir, como polvo estelar, al cielo de las cosas que no fueron. No, no es el amor quien muere...


domingo, 10 de mayo de 2015

De Danubios y valses

Río Danubio, Budapest (Hungría)

"Toma este vals que se muere en mis brazos." 
F. G. L.


Nada más conocerlo, ella le contó una leyenda que había escuchado hacía varios años, cuando viajó a Budapest. Según dicha historia, las aguas del río que pasaba por la ciudad, el Danubio, solo eran azules para aquellas almas que se hallaran perdidamente enamoradas. Cuando la escuchó por primera vez, ella solo era una niña difuminada de valses. Jamás había regresado a Budapest y ni siquiera recordaba el color de las aguas del Danubio mientras le narraba la leyenda a aquel muchacho de jabón y canela que la miraba, desconcertado.

Meses más tarde, ambos continuaban discutiendo acerca del color de los ojos de él. Él estaba empeñado en que eran verdes, mientras que ella los veía definitivamente azules. Puede que Strauss tuviera la culpa de aquel insólito desacuerdo o tal vez el Danubio, o la leyenda, se hubieran derramado sobre sus miradas. Quizás él no había comprendido aún que el azul es el color que baña el techo de los sueños, la tierra donde germinan las promesas y las llanuras de los relojes detenidos, el fuego de las estrellas fugaces y el aire que respira la ilusión. Todos los cisnes y los palacios deshabitados se ocultaban en el azul. Y por fin ella había descubierto el escondite.


Para tus ojos de Danubio enamorado.

miércoles, 29 de abril de 2015

Ser o existir

Fotografía de Chema Madoz



¿Por qué tu visión fantasmagórica redondea los cálices de estas horas?
 
 
Alejandra Pizarnik



Hoy no existes, pero te he seguido por las galerías irreconocibles del tiempo y te he encontrado apoyado en una pared, como declaraste que jamás estarías. El viento de las cosas que no son agita tus rizos castaños, esos rizos que resultan inoportunos en medio de tu belleza anodina que, sin embargo, ejercía un magnetismo suave y constante sobre aquellos que se paraban a mirarlo.

Estúpido, arrogante, insensible; te ríes con esa carcajada rota, esa voz aguardentosa que se te queda demasiado grande, ese timbre capaz de producir revoluciones dentro de aquellos que se detenían a escucharlo. No en mí, desde luego. No ahora.

No; yo vengo desde un túnel invisible coronado de futuros. Allí no existes, ni siquiera como recuerdo. Existe algo parecido a ti: algo que tiene tus mismos rizos salvajes, tu misma voz rota, unos ojos castaños, ridículamente comunes y desestabilizadores, idénticos a aquellos que no solía mirar.

Y te llamo: “¡Teo!”. Te llamo porque quiero reírme de tu expresión cuando me veas llegar como una mariposa suelta que dejó de ser crisálida, oruga o sueño. Pero no me respondes; ni siquiera me escuchas, y eso es porque, en realidad, no existes, y yo me alegro, me río con una carcajada rota y sigo contemplándote, apoyado en esa pared, ignorando tu propio patetismo, con tu cuerpo frágil de adolescente deshecho.

“Teo”.

No quiero que me respondas: esa es la verdad. Ni quiero seguir allí, en ese instante, porque calculo que, dentro de unos segundos, saldré de la tienda y me daré de bruces contigo, y me quedaré apoyada en la pared, tratando de no mirarte, y entonces tú te reirás por lo ridículo de mi postura y me dirás que jamás te apoyarías en la pared de esa forma tan estúpida. Y mi cuerpo tierno de adolescente difuminada se encogerá imperceptiblemente, como si quisiera replegarse dentro de sí mismo. Era otro tiempo, una época en la que eras.

Pero tampoco entonces respondiste nunca cuando te llamaba. Aunque, en realidad, jamás te llamé. Tal vez fuera esa la razón por la que…

“Teo”. Pronuncio tu nombre en voz alta y se rompe un antiguo maleficio. Y me invaden unas ganas repentinas de volver al presente, pero, desde luego, no para buscarte allí.


Al fin y al cabo, no existes. Y yo ahora soy

viernes, 10 de abril de 2015

El sueño


"El sueño de la razón produce monstruos", Francisco de Goya


Que en las almenas grita, muerto, alguien
que yo toqué, dormido, en un espejo,
que yo, mudo, le dije...
No sé.
Explicádmelo.
 
Rafael Alberti

Me despertó una pequeña rasgadura: algo así como el roce levísimo de un objeto punzante sobre una tela. Abrí los ojos. Una figura estaba de pie junto a mi cama y se reía quedamente. Su rostro permanecía en penumbra, pero la débil franja de luz que emergía del hueco de la persiana me permitía vislumbrar el reluciente cuchillo que portaba en una mano. Traté de escapar, pero me hallaba detenida por una misteriosa y terrorífica parálisis. Mis cuerdas vocales tampoco respondían. Sin que pudiera evitarlo, la figura avanzó y esgrimió el cuchillo contra mi cuerpo, asestándome tres puñaladas en el vientre. El dolor comenzaba a nublarme los pocos sentidos que conservaba, pero tuve tiempo para contemplar cómo aquella persona depositaba el cuchillo, manchado de sangre, sobre mi mesilla de noche. Entonces, inclinó el rostro sobre la franja de luz que proyectaba la ventana y pude distinguir sus facciones.

Era yo misma, pero con una sonrisa capaz de detener el pulso del mismísimo Diablo.
.

Abrí los ojos. La pesadilla había resultado tan vívida que hubiera podido jurar que el dolor era real. En mi dormitorio no había ni rastro de aquel clon maligno, aquel demonio que tenía mi misma cara. La luz de la luna emergía del hueco de la persiana. Tenía una sed terrible. Cuando fui a incorporarme, noté que había un objeto reluciente sobre la mesilla de noche. El cuchillo ensangrentado.


Fue entonces cuando me di cuenta de que el colchón estaba húmedo, y de aquel dolor punzante que se extendía por todo mi cuerpo, por mi cordura…

miércoles, 8 de abril de 2015

El paraguas


Es un cuerpo vacío;
Vacío como pampa, como mar, como viento,
Desiertos tan amargos bajo un cielo implacable.
 
Luis Cernuda


Hay veces en las que nos asaltan intuiciones inexplicables que, sin embargo, siempre resultan acertadas. A menudo, el mero planteamiento parece un absurdo, pero existe un entramado más profundo y complejo, latente, palpitando bajo la corteza de lo anecdótico. Algo así tuve ocasión de experimentar hace unos días, y todavía no consigo vislumbrar el proceso lógico que se oculta tras estos hechos.

Era una tarde gris perdida en una ciudad aún más gris. Alisa, concentrada y taciturna, me guiaba por las calles mojadas de lluvia, hasta que entramos en unos grandes almacenes asiáticos.  Mi amiga tenía un ataque de gula feroz y comenzó a arramplar con todas las golosinas que se cruzaban a su paso, incitándome para que yo hiciera lo mismo y así pudiéramos degustarlas juntas más tarde, viendo una película en su casa. Mi presupuesto era limitado y no conseguía decidirme entre una bolsa de patatas o una de caramelos y demás chucherías. ¿Chocolatinas? ¿Helado? Entonces lo vi.

Estaba plegado sobre un mostrador, reluciente y anhelante, de un rosa chicle endemoniadamente perfecto, con caras de Hello Kitty dibujadas sobre la tela. Un paraguas. Un paraguas ideal, según podía apreciar. Hacía ya muchos meses que había perdido mi último paraguas, que me había acompañado durante doce años desde que una compañera de clase me lo regalara en mi duodécimo cumpleaños. Era verde y su destino final había sido una cafetería donde me lo dejé olvidado, confirmando mi despiste crónico. La larga convivencia con aquel paraguas verde resultó casi perfecta. Y digo “casi” porque le fallaba el color. Era un verde chillón, liso, demasiado simple. Desde siempre, he sido muy perfeccionista en cuestión de paraguas. Jamás me sentí totalmente satisfecha con el verde, así que intenté sustituirlo en alguna ocasión, pero nunca resultó. Todavía recuerdo aquel paraguas rojo, tan bonito, que me arrancó el viento una tarde paseando por la Gran Vía, con tan mala suerte que un coche lo atropelló…

Pero no nos desviemos de la historia. El caso es que, como he dicho, soy muy perfeccionista en cuestión de paraguas y, desde que perdiera el último, no he encontrado todavía uno que me satisfaga por completo hasta el punto de decidirme a comprarlo, y sobrevivo con paraguas peregrinos, pasajeros, que me llenan de desazón, porque siempre fallan en algún punto que considero crucial, como el color, el estampado o el hecho de no tener un sistema de apertura automático –el famoso botoncito, gracias al cual una no se pilla los dedos-. Por eso, cuando vi aquel paraguas rosa, con caras de Hello Kitty y apertura automática, experimenté una creciente euforia que poco a poco me envolvía. Mi corazón me gritaba que aquel era el Paraguas. Sin embargo -y aquí entramos en el terreno inconcreto e inexplicable de las intuiciones que señalaba al comienzo de este relato- otro sentimiento, más sombrío y profundo, me ponía en alerta, como si en aquel objeto existiera también algo siniestro.

Ignorando la intuición, decidí gastarme todo el dinero que llevaba en el paraguas rosa, abandonando de paso el plan de golosinas y películas que me ofrecía Alisa. Realmente, necesitaba ese paraguas: poseerlo se había convertido, en cuestión de minutos, en una auténtica obsesión. En cuanto fue mío, regresé a casa, guiada por una fuerza inexplicable.

Lo primero que hice fue enseñárselo a mi madre, muy orgullosa de mi nueva adquisición. Ella, sin embargo, lo abrió y cerró varias veces y, de repente, hizo algo que no me esperaba: le retiró una capa de tela, descubriendo que aquel rosa con caras de Hello Kitty no era más que una funda. El verdadero color del paraguas era un tono violáceo, liso, sin rastro de estampado ni de detalle alguno. Mi madre lo abrió de nuevo y me dijo, con su habitual sinceridad:

-¿De verdad te has gastado todo ese dinero en esto? No me gusta nada.

Guardé silencio, porque empezaba a darme cuenta de que a mí tampoco me gustaba. ¿Por qué lo habría comprado? Lo cierto es que el nuevo color me resultaba horrible, y me podría haber dado cuenta del detalle de la funda. Además, continuaba teniendo aquella extraña sensación de alerta.

 Abandoné el paraguas en la cocina. A la mañana siguiente, lucía un sol magnífico y no necesité llevarlo conmigo al trabajo. De regreso a casa, la cocina estaba iluminada por la luz de la tarde y el paraguas morado permanecía abierto sobre la mesa. Junto a él, mi madre caminaba de un lado a otro. Llevaba puesto un vestido blanco y había en su figura algo etéreo e irreal. No le distinguí el rostro en ningún momento. Una punzada de miedo golpeó mi corazón, y atravesé rápidamente el pasillo, llamando a voces a mi madre. Salió de su dormitorio, con pantalones vaqueros y una chaqueta negra.

-¿Se puede saber qué pasa, hija?

La arrastré hasta mi habitación, mirándola con terror.

-Mamá, hace dos minutos estabas en la cocina con un vestido blanco que nunca te he visto.
-Qué va, ¡pero si no he pisado la cocina desde hace una hora!

Su confesión se vio interrumpida por unos fuertes ruidos provenientes del pasillo. Me quedé en tensión, notando retumbarme el corazón en las paredes del pecho. Cuando volví a mirar a mi madre, se había convertido en gato, pero eso, por algún motivo, no me extrañó. De repente, por la puerta de mi habitación vi pasar a mi madre, a mi falsa madre, con aquel vestido blanco y portando entre sus manos el paraguas. Miré a mi verdadera madre-gata, y ella abrió mucho los ojos, indicándome que también la había visto y que se encontraba tan aterrorizada como yo.

Cogiendo entre los brazos a mi madre-gata, crucé el pasillo y llegué hasta la puerta principal. Iba a abrirla para escapar cuando, de improviso, salió mi padre del salón y nos miró, de hito en hito. Por el pasillo ya avanzaba aquella sombra blanca que se parecía a mi madre.

-Papá, este gato es mamá, y ella, ella…


Se me quebraba la voz. La notaba pastosa y pesada, como una rueda de carro encallada en el barro. Me había quedado paralizada: no conseguía hablar ni moverme. Mi padre y mi falsa madre también se habían detenido. Y yo sabía que todo, todo aquello estaba ocurriendo por culpa del paraguas y por mi terrible decisión de no hacer caso a las intuiciones…

lunes, 16 de marzo de 2015

Viajes

"La persistencia de la memoria", Salvador Dalí

No sé si fue ayer tarde o fue pasado mañana, no sé si es que a sabiendas me equivoco, si todo ha sucedido hace ya tiempo o va a ocurrir después de recordarlo. 
José Manuel Caballero Bonald



I.

Las historias inconclusas nos susurran por la noche, cuando el universo duerme y la conciencia atraviesa los poros de nuestra imaginación. Nos llaman y tratan de aferrarse a la piel y dibujan en el aire tuberías imposibles que conducen a puertas que llegan a realidades alternativas, custodiadas por unas palabras nunca dichas.

Y nos lanzamos por esas tuberías, como toboganes sin fondo, como melodías que no se llegaron a componer, y trazamos personajes y vestimos nuestra figura de ropajes distintos, de colores desconocidos, de sabores exóticos. La mente viaja a velocidades de relámpago inventando, reconstruyendo, modificando recuerdos. Nos remontamos más y más lejos.

Y después regresamos de repente y la sonrisa de la realidad parece menos cierta.



II.

Hay una habitación vacía que se llama futuro. Cada noche me atrevo a visitarla y me encuentro con tantas personas distintas que dicen ser yo que debo cerrar los ojos y regresar a mi presente muy despacio, sigilosamente, por miedo a que me destapen el alma y se queden a vivir en mí para siempre.

Al fondo de la habitación hay una ventana y bajo ella una niña que no tendría que estar allí. No es su época ni es su realidad y sin embargo me mira con picardía y me susurra que todo es imposible y que esa habitación jamás existirá.



III.

No comprendo por qué siempre esta huida. Por qué siempre la canción antigua o la nueva melodía sin pentagrama. Por qué no quedarme y mirar el sol, dejar quietas mis manos y permitir que mis cabellos crezcan a su ritmo, sin calendarios acelerados y sin relojes inversos. Este es el mundo y este es el firmamento que me vigila.

Esta es la sonrisa del tiempo, luciendo sola para mí. Pero tiene en sus bordes promesas de días luminosos que se parecen a otros que ya fueron o, más bien, que soñaron con ser. Y otra vez me remonto a la huida y adelanto las evasiones inconclusas por el mero hecho de resultar desconocidas.

miércoles, 18 de febrero de 2015

El equilibrio


Paseaba con un dejo de azucena que piensa,
casi de pájaro que sabe que ha de nacer. 
Rafael Alberti


Es lo opuesto al miedo. Es el caminar por las calles del invierno sintiendo bailar el alma, sonreír las cosas más vulgares, como la luz de un semáforo o el envoltorio vacío de un caramelo que el viento juega a deslizar sobre la acera. Junto a él pasan centenares de piernas ciegas, de historias ajenas. Ninguna lo comprende. Hay una especie de intimidad entre tú y ese envoltorio ignorado y te sumerges en ella, brillando por dentro más que los guiños luminosos del semáforo.

He pasado toda mi vida buscando el equilibrio. Hubo un tiempo en el que olvidé cómo bailar y la calle era un nido enemigo, un campo de minas. Estudiaba los rostros con ansiedad, huyendo, ignorando los centenares de envoltorios de caramelos que cruzaban la acera bajo mis piernas, empujados por el viento. Mi alma estaba desordenada y naufragaba cada día, cada hora, cada microsegundo en el miedo. En el terrible miedo que todo lo marchita.

Fue necesario hundirme muy profundo para volver a despertar después de la tormenta. Entonces, el mundo se vestía de colores nuevos y hasta me parecía saborear el olor que deja la lluvia en el viento. El mismo viento que juega a deslizar los envoltorios ignorados.

El equilibrio no es equivalente a la perfección. La vida me parece un puzle en el que siempre queda una pieza, o varias, por encajar, y después de construir una parte, hay otra que se desmorona. Algo que falla. Pero eso no es el equilibrio.

Mi vida dista mucho de ser un puzle completo. Sin embargo, hoy puedo pasear por el invierno sin mirar cada rostro con el que me cruzo; perdiéndome en el suelo, o en el cielo, porque los envoltorios vacíos de caramelos comparten una misteriosa afinidad con las estrellas que los atardeceres desperdigan por el firmamento. Puedo sonreír y experimentar una indiferencia absoluta ante el hecho de que los transeúntes se fijen o no en mi sonrisa, me tomen por una loca o por la más encantadora de las criaturas. La sonrisa no es para ellos: es para mi alma, para los envoltorios o las estrellas.

Hay incluso una clase más elevada de equilibrio: la que se encuentra en un abrazo. No en un abrazo cualquiera, desde luego, sino en el de alguien que pueda comprender con naturalidad tu misteriosa afinidad con los semáforos, los envoltorios abandonados o los astros. Y eso, más que cualquier otra cosa, constituye el tan añorado equilibrio.

miércoles, 28 de enero de 2015

Poemise


Un sueño sin faroles y una humedad de olvidos,  
pisados por un nombre y una sombra.  
No sé si por un nombre o muchos nombres, 

si por una sombra o muchas sombras. 
Reveládmelo.

Rafael Alberti 

Al principio, no fui capaz de recordar el nombre. Me llevabas de la mano por aquella escalera de caracol que conducía a ninguna parte. En el primer piso, un hombre manipulaba un cerebro, y te asombraste tanto como yo. “Está creando vida”, dijiste, “este será el comienzo del fin”.

El fantasma de una niña ataviada con un vestido azul deambulaba por los pasillos, su afilada sombra espiando nuestro silencio. Pero no soltaste mi mano en ningún momento. Recorrimos no sé cuántas habitaciones. Nuestra única misión era escapar, salir intactos de aquel lugar, distorsionando azules. Pasaron tantas cosas que no recuerdo. Pero al regresar al primer piso, el cerebro ya era una cabeza humana. Una cabeza con sus facciones perfectamente definidas, demasiado deslumbrantes, tal vez; pero que nos miraba: nos miraba con fijeza y una extraña e inquietante sabiduría.  “Está creando vida”.

Sí, estaba creando vida, o deshaciéndola. Teníamos que parar aquello. Era vida, pero vida vacía. De gente que no llora, de mariposas muertas. De mundos sin lágrimas, eternamente áridos, como desiertos en mitad de una mirada colonizada por la pupila.

De repente, comprendí que conocía aquella casa. La había visto en una película titulada Poemise. El nombre llegó a mi memoria igual que una ráfaga de viento arañando las esquinas del cielo. Poemise. Sabía lo que vendría ahora. Tú me llevabas de la mano por aquella escalera; bajábamos y atravesábamos el vestíbulo con el fantasma de la niña azul pisando nuestras huellas. Al salir al jardín, pasando por debajo de un arco, supe que nos la encontraríamos cara a cara. Tú también lo sabías, pero creías que yo no. Y yo no podía decirte que aquello formaba parte de una película. Que en ese momento estábamos en la película.

Allí estaba el fantasma de la niña, con su vestido azul y una nebulosa cubriendo su rostro. No te asustaste, como si la hubieras visto en demasiadas ocasiones, y yo fingí asustarme para que no sospecharas. Grité de forma estúpida y el paisaje se desvaneció a nuestro alrededor. Poemise. ¿Formarías también parte del decorado?

No; porque habías salido de la casa, del jardín, y seguías sujetando mi mano. No importaba que no te hubieras asustado. La misión estaba cumplida, aunque no puedo recordar cómo la cumplimos. Nos encontrábamos en un inmenso aparcamiento de coches voladores: tú tendrías que coger uno y yo otro: nos marcharíamos en direcciones opuestas. La pesadilla había terminado, pero eso implicaba tener que soltarte la mano.


Por primera vez, deseé regresar a Poemise

lunes, 26 de enero de 2015

Selene


Y si te vas, me voy por los tejados
como un gato sin dueño. 
Joaquín Sabina


La luna es un lugar de la noche en el que se refugian los ojos de los melancólicos, de los soñadores con alardes de poetas que bucean por su tristeza sin esgrimir un motivo lo suficientemente cierto. Pero tan fiero, tan intenso.

Tanto hablar de poesía y, realmente, moriría sin la música. Se me encoge el corazón bajo los acordes amargos de una canción de los noventa. La voz ronca de Sabina me trae, por alguna razón inexplicable, tu mirada. Bailamos. Tal vez tu amor sea producto de mi imaginación y esté volviendo a convertir mi vida en literatura, como siempre. Como nunca. Pero podría jurar que me quieres.

Si alguna vez viajo a Nueva York, aparcaré mis sueños por un instante junto a Tiffany’s mientras desayuno un croissant enfundada tras unas Ray-Ban. Ya lo sabías, ¿verdad? Basta con mirarme e imaginar todos los nombres que me merezco. En realidad, no necesito más que uno.

Soy de ese tipo de personas. Sin embargo, he decidido no perderme más por el viento del oeste, por muchos barcos, hidroaviones y reyes que prometan venir a buscarme. Me voy a quedar aquí sentada, mirando la luna como una melancólica más con pretensiones de poeta. Si puede ser, contigo. Aunque mirar la luna no es como ir al cine: la soledad no es un obstáculo. Pero mi gata sí tiene nombre. Aunque eso ya lo podrías suponer.

Voy a tirar la tristeza a la basura o detrás de unas Ray-Ban. De niña, se me hacía necesario llorar para que las farolas y los semáforos se desenfocaran y la noche se convirtiera en un caleidoscopio de irrealidad. Ahora, basta con quitarme las gafas. Hasta la miopía tiene su magia, o tal vez sea, nuevamente, este afán mío por literaturizar las existencias.


Soy feliz y estoy triste. Definitivamente, he debido de atragantarme con tantas lunas o tantas canciones… Pero si alguien me las quita, me moriré de frío o, lo que es lo mismo, de indiferencia cósmica.

La poesía no es más que una indigestión de lunas. Pero que nadie se lleve la música...

domingo, 4 de enero de 2015

Antes de la Ciudad Sin Nombre


René Magritte, "The Victory"

Sombras frágiles, blancas, dormidas en la playa. 
Luis Cernuda

.
Un día, escribió todas las letras del alfabeto en una hoja de papel y jugó con ellas hasta desbaratarlas, otorgándoles un sentido preciso que, años más tarde, nadie recordaría.

Así nació Ánesthelv.

Ánesthelv era una tierra sin entrada ni salida donde habitaban los imposibles. Bastaba cerrar los ojos para vislumbrarla. Ánesthelv iba a ser el comienzo de una novela y acabó siendo un nombre incomprensible para todos aquellos ajenos a su fundadora.

Olía a rosa, a azul, a ninfas misteriosas arrastrando sus níveas vestimentas por playas efervescentes. Sabía a silencio y ojos grises. Era portadora de cielos blancos que anunciaban tempestades constantes y sirenas a las que nadie se había atrevido, aún, a vendar los ojos.

Ánesthelv era el país de los amores inevitables, que son los no correspondidos. Llovían lágrimas en sus fronteras y los unicornios salían a pasear en cada amanecer. Por la noche, las estrellas dibujaban un broche de plata al firmamento.

Escapó un día de Ánesthelv para marcharse a la Ciudad Sin Nombre, con su estación de trenes eterna y su gris anónimo y el fantasma de un romance incompleto anidando sus rincones. Cuando comprendió que aquellos trenes nunca conseguían salir de la Ciudad Sin Nombre, que los viajes eran utopías y al final siempre despertaba antes de marcharse el tren, deseó con todas sus fuerzas regresar a Ánesthelv y ni siquiera fue capaz de recordar cómo había llegado a la estación.

Pasaron varios años hasta que, al fin, uno de los trenes la llevó a otra ciudad distinta de la Ciudad Sin Nombre. Pero aquella ciudad no era Ánesthelv.

Ya no sabía si deseaba regresar. La nueva ciudad era soleada y el amor se hacía realidad en cada bocanada de viento. Recordaba Ánesthelv como un cúmulo de soledades engarzadas espolvoreadas de blanco y plata.

No estaba segura de querer regresar. Pero sí se había empeñado en descubrir el modo de hacerlo, para decidir, una vez lo supiera, no atravesar sus puertas.


Sin embargo, ya no recordaba el sentido de Ánesthelv. Resolvió escribir todas las letras del alfabeto en una hoja de papel y desbaratarlas, viajando de improviso al rincón más remoto de su conciencia. 
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