miércoles, 23 de septiembre de 2015

Volar

Barco de mariposas, Salvador Dalí


es decir ayer
es decir hace siglos
 
Alejandra Pizarnik

“Aquí aprendí a volar”, te confesé mientras me mirabas desde el suelo, embelesado. Nos hallábamos en un portal de amplias dimensiones, con un techo alto que podía acariciar en aquellos momentos. De nuevo, se apoderaba de mí esa maravillosa sensación de paz, la percepción de un equilibrio perfecto que bañaba todo mi universo: el equilibrio que he perseguido cada minuto de mi vida y que solo he podido hallar plenamente cuando vuelo.

Volar es algo así como nadar en el aire, que ejerce una pequeña resistencia, muy pequeña. El vértigo habitual desaparece, junto a todas las preocupaciones mundanas. En su lugar, se extiende por la mente y la sonrisa una misteriosa confianza muy parecida a la felicidad. Volar es elevarse sobre todo aquello que suele dar miedo, borrarse las ojeras y comprender que las montañas más escarpadas son leves obstáculos en tu viaje que, simplemente, te obligarán a volar más alto. Volar es sentir que no tienen cabida en tus ojos los imposibles.

En ocasiones, transcurre demasiado tiempo entre uno y otro vuelo, como si me hubiera olvidado y, de repente, un día volviera a recordar cómo se hacía. Si lo medito fríamente, no puedo olvidarme de volar porque jamás he aprendido: desde que tengo memoria, he sabido hacerlo: nadie me ha enseñado. Lo que ocurre es que, a veces, se me olvida que siempre he volado. Y un día, simplemente, me acuerdo, y vuelvo a elevarme en el aire como tantas otras veces y a sentirme en paz conmigo misma.

Siempre que vuelo estoy sola. Lo hago de forma natural, como si se tratara de un don que únicamente yo poseo. Por eso, cuando te conocí y me confesaste que sólo te enamorarías de una mujer que volase –haciendo tuyas aquellas palabras de Oliverio Girondo-, comprendí que al fin nos habíamos encontrado.

Mis primeros vuelos los efectuaba para escapar de las pesadillas y despertar, sana y salva, en mi cama. Ahora, si estoy despierta, solo puedo volar cuando estoy a tu lado, alcanzando el equilibrio que siempre había perseguido y que quedaba relegado a mis sueños.


Hoy, he regresado a aquel portal que visité la otra noche mientras volaba, aquel que quise enseñarte, que formaba parte de mi historia. El portal era mucho más pequeño de lo que recordaba, tal vez porque los lugares de la infancia adquieren, en la memoria, dimensiones idealizadas. Tal vez, simplemente, porque yo era más pequeña y el mundo, igual que las distancias, se volvían inmensos. Allí aprendí a volar, o a soñar. Al final de las escaleras, he vislumbrado la puerta que tantas veces crucé cuando el universo avanzaba balanceándose al ritmo del trotecillo alegre con el que me dirigía al colegio, de la mano de las personas que me vieron volar entonces y a las que ahora solo puedo hablar en mis sueños. Tal vez, sí aprendí a volar: tal vez sí me enseñaron. De lo que estoy segura es de que jamás podré olvidarme…

lunes, 7 de septiembre de 2015

La Verdad


 Fotograma de Un perro andaluz (1929), de Luis Buñuel y Salvador Dalí

Or were run down by the drunken taxicabs of Absolute Reality 
Allen Ginsberg, Howl

La Verdad puede ser tan fría y tan hiriente como el más afilado de los cristales. A veces ocurre que la presentimos de lejos, disfrazada de imágenes subconscientes plagadas de calaveras o en esos instantes en lo que la rabia nos invade y no queremos a nadie y somos esos seres a los que nadie quiere. La presentimos, sí; pero es tan horrible, tan monstruosa, que no nos atrevemos a  acercarnos.

Y huimos. Cerramos los ojos y estaríamos dispuestos a arrancárnoslos para no ver, para no descubrir la Verdad. Para no mirarla a la cara y estremecernos y dejar que el mundo de las sombras nos destroce, que todo lo vivido se convierta en una proyección de imágenes sobre la pared de una cueva que alguien allá afuera maneja. Alguien llamado la Verdad.

Pero no importa, porque todo tiene un fin, incluso la inocencia. ¿Y qué será de nosotros cuando ya no quede ni una gota, cuando a pesar de habernos arrancados los ojos todavía podamos ver, como en la más estremecedora de las pesadillas? En el instante en que muere la inocencia, el velo de dulces mentiras se deshace para dejar desnudo el esqueleto árido de la Verdad. Lo veremos aunque no queramos mirarlo. Perderemos el alma cuando esto ocurra, porque en realidad nos aferramos a la mentira para seguir creyendo en un mundo bueno, amable, cuajado de pasados azules y algodonosos. Ese mundo que nos ha convertido en lo que somos: un cúmulo informe de buenas y malas intenciones, de sonrisas y llantos, de tantas equivocaciones.

Sin embargo, una vez herida, la inocencia no puede recuperarse. Ocurre igual que en un sueño, cuando nos damos cuenta de que nuestro alrededor no es real y, aunque tratamos de quedarnos, todo se va disipando a velocidades de vértigo.

Un día, simplemente descubrimos que todo el dolor vivido por no mirar a los ojos a la Verdad no ha servido de nada. La pesadilla no terminó en ese punto: reside debajo del velo raído al que no nos atrevemos a volver la mirada. No va a regresar el mundo de inocencia, ese mundo en el que todo estaba bien. No es lógico seguir huyendo de algo que ya nos alcanza, que nos cubre con sus tentáculos de sangre, que nos cierra los paraísos de libertad y niebla que un día imaginamos.


Y seguimos corriendo porque, cuando nos detengamos, nos disiparemos como un sueño más, como una mentira, como una lágrima.