domingo, 1 de noviembre de 2015

El pie derecho


"La leyenda de los siglos", René Magritte

¿Cómo fue?  
Una grieta en la mejilla. 
¡Eso es todo!  
Una uña que aprieta el tallo.  
Un alfiler que bucea  
hasta encontrar las raicillas del grito.  
Y el mar deja de moverse. 

Federico García Lorca 


Habían encontrado al hombre muerto en la silla, con las piernas estiradas y los ojos muy abiertos. Cuando mi compañero y yo llegamos a la celda, el cuerpo permanecía intacto, y sobrecogía su mirada vacía, dramática, mirándonos sin vernos. “Murió por la noche”, había dicho el guardia. Sí: murió por la noche, como todas las almas que guardan un secreto. En la prisión, era un muerto más, pero yo sabía que algo escondían sus ojos angustiados, su figura de muerto a medio hacer, sentado en aquella silla como si la Parca le hubiera alcanzado por sorpresa. Mirando algo que no comprendíamos.

Cuando se llevaron el cuerpo, continué contemplando la silla, colocada de mala manera sobre una alfombra raída y sucia. Mi compañero tiró de mí, tratándome de convencer de que la nuestra era una visita de protocolo y nada más. Un hombre aparentemente sano que muere en la cárcel, después de haber pasado allí unos meses por un delito menor de robo. “Vete tú”, le dije. Me apetecía quedarme sola con mis cavilaciones, y salí al patio soleado, donde algunos internos paseaban. Entonces, vi a la última persona a la que esperaba encontrarme allí.

Estaba solo, sentado en el suelo, vestido con un polo blanco limpísimo. Se dedicaba a trenzar pulseras, y un rayo de sol se derramaba directamente sobre sus esponjosos rizos castaños. No me acordaba casi de aquellos rizos. En todas las ocasiones que lo había visto en los últimos años, siempre de lejos y sin atreverme a dirigirle la palabra, tenía el cabello muy corto. Pero en esos momentos, sentí la necesidad aguda de hablar con él, mi antiguo enemigo íntimo. Me acerqué, impresionada, y lo llamé por su nombre: “¿Teo?”.

Levantó la mirada hacia mí y pude ver que en sus ojos se había instalado una especie de tristeza infinita que nunca antes había estado allí. Esbozó una sonrisa bonita y sincera, reconociéndome. “¿Qué haces tú aquí?”. No le di demasiadas explicaciones, pero me senté a su lado en un impulso natural, como hubiera querido hacer en tantas ocasiones anteriores. Sentí que él lo agradeció, porque aparecieron luceros diminutos en sus iris castaños. Nervioso como un chiquillo, comenzó a contarme su historia con su voz rota, tan familiar y tan lejana. No había cometido ningún delito grave, pero las malas compañías de siempre le acabaron jugando una mala pasada. Me hablaba como si su ilusión dependiera de mí, como si toda la vida hubiéramos sido amigos. “Te queda bien el pelo así”, me atreví a decirle, y me confesó que no se dejaba crecer aquellos rizos desde que era un chaval. “Pero aquí, en el trullo, no vale la pena ir arreglado”. Reímos. “Pues no te imaginas cómo te llamaba en esos tiempos”. “Venga, niña; ¡confiesa!”.

Se había detenido el tiempo en torno a nosotros; habíamos olvidado que aquello era el patio de una prisión, y me sentía obnubilada por sus ojos grandes y tristes, por las facciones angelicales de su rostro; por esa belleza que siempre me había parecido inalcanzable. No podía creerme que él estuviera en la cárcel, ni que hubiera tenido que ser en la cárcel cuando por fin habíamos mantenido una conversación como dos seres civilizados, sin insultarnos ni despreciarnos mutuamente. No era ningún criminal; no era más que un gamberro con buen corazón. Y yo necesitaba ayudarlo de algún modo, así que le pregunté cómo podía hacerlo. Él le restó importancia al asunto: “Eh; saldré de aquí, claro que saldré. Y entonces, te pediré una cita, ya que ahora pareces más simpática que cuando eras una cría”.


"La respuesta sorprendente", René Magritte


Aquella noche, me llamaron de la comisaría de madrugada. El forense había encontrado en el cadáver del presidiario unas extrañas heridas en el pie derecho, junto a un dibujo, probablemente obra del muerto, escondido en el dobladillo del pantalón. Me desplacé al depósito de cadáveres a la mañana siguiente, cuando apenas había amanecido. El dibujo estaba tan logrado que resultaba impactante. En él, la única diferencia aparente con la realidad es que el hombre no tenía pie. En mi opinión, se trataba de una pista, de una señal para comunicar algo que no podía transmitir de otro modo.

Tras pasar todo el día cavilando, la solución al enigma se me presentó de repente, como un rayo de sol tras la tormenta. Regresé a la celda y me fijé, de nuevo, en la raída alfombra que se encontraba bajo la silla donde habían encontrado el cuerpo. La levanté de un tirón y… Ahí estaba: un hueco abierto entre los desgastados tablones de madera. El ocupante de la celda debió de haber pasado las últimas semanas de vida agrandando con el filo del zapato un hueco que habría encontrado en la madera, con el único fin de esconder algo allí. Nerviosa, traté de apartar a tirones los tablones que me obstaculizaban el acceso al agujero, pero lo único que conseguí fue hacerme una herida en la mano, y la madera quedó manchada de mi sangre. Fui a por una palanca de hierro para ayudarme, y de esta forma conseguí agrandar el hueco hasta el punto de poder meter la mano por él.

Enseguida, mis dedos palparon un papel, tal como había supuesto. Conteniendo el aliento, retiré la mano lentamente del agujero, sacando de allí lo que con tanto mimo había escondido el preso. Era una fotografía arrugada, manchada levemente de sangre, de mi sangre. En el reverso, alguien, probablemente el preso, había garabateado un mensaje: “Lo mataron ellos”. Miré atentamente la foto. En ella, un hombre estaba sentado en una silla, en la misma silla de la celda. Junto a él, el que rápidamente reconocí como el guardia que me había atendido el primer día, lo apuntaba a la cabeza con un rifle. Un escalofrío se apoderó de mí cuando reconocí al hombre de la silla.

Era Teo, con la boca entreabierta y una mirada infinita. Bajo sus rizos castaños, desde la frente, un hilo de sangre le resbalaba por la mejilla hasta llegar al cuello y manchar su polo blanco. Su sangre se mezclaba con mi propia sangre sobre la fotografía.


Me arrastré como pude al patio para asegurarme de que aquello no podía ser cierto. En el centro, como el primer día, Teo estaba sentado en el suelo, envuelto en una luz irreal, vestido con el polo blanco, intacto. Me dedicó una mirada profunda, triste y buena. Entonces comprendí todo, mientras mis ojos se iban llenando de lágrimas.