domingo, 28 de febrero de 2016

Soliloquio

El vestido de noche, René Magritte

Cómo llenarte, soledad, sino contigo misma. 
Luis Cernuda

Me falta tiempo para soñar, que no sueños. El frío se enzarza con la noche y se cuela por una rendija del corazón, aquella que olvidé cerrar. El resultado es esta tristeza que me muerde y que mancha mi habitación azul, y abandono la tentativa de escapar de ella y la saboreo, paladeándola y deleitándome con la sal de su velo escarchado. Ahora soy yo quien muerde a la tristeza.

La soledad es una. Gira y se eleva sobre las farolas, que tejen un mecanismo de ciencia-ficción, lejano y titilante, habitante de un mundo que es como un cuento que miro; como una película que leo, que desato, que conquisto. Esta soy yo frente a la noche. Nada más.

La noche poco a poco toma la forma de un soliloquio. Todos fingen escucharme, pero ya imaginaba que, en realidad, el universo es sordo, ciego, enquistado en su entrañable egoísmo: ese sentimiento que nos humaniza y que a la vez nos convierte en espejos helados. Las personas se pierden al poniente y se desatan la cabellera al amanecer. De noche todas las manos son obscenas y las palabras huecas: todos los ojos son arrancados de sus órbitas. Nadie tiene que fingir mirarme ni rodearme de universos cada vez que vuelva a llorar con mis pupilas rotas de niña pequeña olvidada.


No existe nadie, en realidad. En el epílogo de la madrugada, desenrollo la madeja de mis sueños y me inyecto una dosis de quimeras para continuar viviendo. Mañana me reiré y tal vez pasado regresaré plenamente al camino de baldosas amarillas que hoy estoy abandonando por debilitamiento de inocencia. Al final, las lágrimas son las únicas responsables de mi irresponsable retorno al País de las Maravillas.   

viernes, 19 de febrero de 2016

Augusto Pérez

Fotografía de Chema Madoz


Nos llamamos como nos llaman.
Miguel de Unamuno 

Otra vez se me enciende la noche, y yo sin darme cuenta. Flotan las ideas como posos marchitos de café y, de nuevo, me encuentro con la incapacidad para plasmarlas en un papel que me devora con su blanco.

No; es el tiempo quien me devora. Me siento como el Conejo Blanco con su eterno reloj de bolsillo, avanzando por ese país maravillosamente maldito de la Lingüística. Persiguiendo un sueño sin garantías de éxito. Entregando mi último aliento a ese sueño que nadie podría asegurarme. El viento baila tras mi ventana y yo aquí, cercenada de la vida, atada al reloj y deshojando meses del calendario.

Se me agota también la poesía. Y sin ella, me convierto en un ser emocionalmente vulnerable, más que de costumbre. Dialogo en silencio con todos los muertos, y con los vivos que decidieron un día borrarme de su existencia. Ahora se han convertido en potenciales personajes de alguna de mis hipotéticas novelas, esas que se deslizan por los días furtivos de un futuro en el que yo tendré tiempo de escribirlas.

¿Y qué haré contigo? ¿Te presentarás ante mí, como un Augusto Pérez cualquiera, a exigirme que modifique el guión preconcebido? No quisiera matarte. Pero tampoco iba a dejar que te suicidaras, ¿entiendes? Si solo me quedas como personaje, no me puedo permitir perderte también en la ficción. En la ficción que tal vez nunca sea escrita. Y tú siempre exigiendo, increpándome, humillándome. ¡Y eso que todavía no he empezado a escribir tu hipotética novela! Oficialmente, no existes ni como personaje; pero ya tratas de manipularme. Creo que hemos superado los límites no solo de la novela, sino también de la nivola.

Pensaré en un nuevo término. O, sencillamente, en cómo olvidarte. Pero eso resulta de todo, menos sencillo.