martes, 29 de marzo de 2016

Cerrar los ojos



"Pero terminó la niñez y caí en el mundo."
Luis Cernuda


La otra noche soñé con Benito, el canario de mis abuelos. Estaba en su vieja jaula de entonces, aquella verde y amarilla con forma de casita. En el sueño, Benito era amarillo, mucho más amarillo que en la realidad, si lo comparo con las fotos de esa época. Era de un amarillo que casi se confundía con el blanco, como la falda de Blancanieves en la película de Disney. Supongo que, en los sueños, todo se vuelve más etéreo: todo tiende más al blanco o al negro. Luz u oscuridad. Fantasmas o fantasmas, y no es lo mismo.

Era Benito y estaba en su jaula, pero terriblemente inmóvil. Su cuerpo diminuto sobresalía de un montón de tierra que casi llegaba al techo de la jaula. Mi madre la había sacado de uno de los armarios que hay en la casa del pueblo y todos sabíamos que estaba muerto desde hacía muchos años, por lo que se hallaba en un estado de disección. Yo acariciaba mecánicamente su cabecita, mientras me miraban sin verme sus ojillos negros. Al poco tiempo, mi madre volvió a enterrarlo bajo el montón de tierra de la jaula, tal vez para preservarlo del paso del tiempo.

He vuelto a recordar, por todo esto, los tiempos en los que Benito cantaba desde su jaula y yo me dedicaba a imitar su canto. Lo tenía muy perfeccionado. Benito fue bautizado con ese nombre como homenaje a un pato que se llamaba así, que tuvieron mi madre y mi tío cuando todavía vivían en el pueblo. Después de trasladarse a Madrid fue cuando el canario Benito apareció en sus vidas. Pasó muchos años cantando y dando saltitos en su minúsculo mundo enrejado.

Un día Benito dejó de cantar y empezó a acurrucarse en las esquinas de la jaula. Erizaba las plumas y parecía como si hubiera engordado mucho de repente. Mi abuelo levantaba la falda del brasero y colocaba la jaula cerca, para que el calor alcanzara al pajarillo. Murió al poco tiempo, y así conocí la muerte, de aquella forma tan ingenua y tan sutil.

Habiendo traspasado ya el umbral de la adolescencia, bauticé a un conejo con el nombre de Benito. Murió dos años después, tras comerse una planta venenosa.

Benito el pato, aquel primer Benito, no llegó a morir. Voló un día, después de que sus dueños se hubieran marchado del pueblo y lo hubiesen dejado con un amigo. Voló y nadie volvió a verlo jamás. Me cuentan que era un ánade real, un macho de cabeza verde y cuello anillado, que seguía mansamente a sus dueños, como si fuera un perro. Voló llevándose su secreto. Y su nombre habitó el alma de aquel canario que puebla los recuerdos de mi infancia, de ese conejito a quien –para su desgracia- enseñé a abrir la puerta de la jaula, tentándole con una zanahoria. La abrió por última vez una tarde en que nos marchamos al cine.


Pero Benito, aquel primer Benito, permanecerá para siempre en su leyenda azul de inmortalidad. Porque nadie lo vio cerrar los ojos. 

sábado, 12 de marzo de 2016

Fénix


Tormento, tormento... Le gusta quizá demasiado esa palabra. Se complace quizá en su propio tormento, le acaricia y le da vueltas en la luz para ver cómo la ensombrece...
Luis Cernuda,  Comedia inacabada y sin título

Y si no pasa nada en el día a día, tienes que inventarlo: construir una idealización sencilla, a la que acogerte cuando esa nada amenaza con devorarte, y cerrar los ojos para que la ilusión no se desvanezca, mientras acecha la aplastante conciencia de que aquello no es más que una idealización a la que tu alma hambrienta de tragedia y de lírica te ha conducido. En el límite emocional es donde empiezas a sentirte viva, donde escuchas los latidos de poesía que se habían desvanecido con el invierno, y tu corazón vuelve a bombear versos y la acuciante necesidad de escribir va invadiendo lentamente tu sangre, tu aliento, tu cordura.

Es en el límite donde te sientes viva. Es la antigua adicción al tormento.

Tormento. Y vuelves a vivir y a despertarte terremotos en los labios, a sonreír sin motivo aparente, a dejarte sacudir por la ansiedad de una acción diminuta que te obsesiona y que te tortura, arrastrándote por los mares infinitos de tu propia inseguridad.

Cómo has podido permanecer tanto tiempo lejos del límite.

Pero eso se llama jugar con fuego; podríamos definirlo como un “suicidio sentimental”, y ahora estás en el borde del precipicio y la más leve brisa podría desestabilizarte, derrumbarte.

Y si resulta que no es brisa, sino ventisca, como ésta, como el frío que de pronto te atraviesa y pone tu mundo patas arriba, y podrías sonreír con resignación, pero no lo haces, no lo haces: te hundes, te exilias hasta el último subsuelo, sientes cómo la vida te abandona por momentos y eres consciente de que tienes en parte la culpa, por haberte dejado llevar, de nuevo, por esa atracción hacia el abismo que precisas para sentirte viva. Ese suicidio sentimental que consiste en construir deseos imposibles, ambiciones lejanas como nubes; quizá por seguir, siempre por seguir, por aferrarte a una ilusión que acabará contigo misma, pero que a la vez es fuente de tu fortaleza: es el motivo de que todavía existas con esa razón de ser que ata tu alma a la poesía.

Y cuando crees que toda la luz te ha abandonado, de repente los ves a Ellos, siempre Ellos: tomándote en sus brazos, enjugando tus lágrimas, devolviéndote a tus días de niña, cuando nada era tan complicado, cuando encontrabas el tormento necesario en un día nublado, en una muñeca que te sonreía, altanera, desde el otro lado del escaparate; en una derrota en el parchís; en el progresivo desvanecimiento del carrusel de las ferias, tras aquellos escasos cinco minutos de rigor en los que eras una princesa a lomos de su corcel y el universo giraba a tu alrededor y Ellos agitaban el brazo desde la orilla de lo terrenal.

Ellos, los responsables de que jamás te hayas dejado absorber del todo por el abismo, de que el límite haya sido siempre el límite y no el final. Ellos, la única seguridad en este mundo de sombras incompletas, de disfraces. Y te dicen que eres como el ave fénix, que renaces de tus cenizas después de haberte incendiado, de haber descendido hacia la nada más terrible y más devastadora. Puedes arder y después recomponerte con acordes nuevos de vida, y eso que eres agua, eres agua porque puedes pasar por todos los estados emocionales en solo unas horas, cambiar y conservar tu remota esencia. Sí, eres agua. Y eres fénix.

Dramática. Siempre lo has sido. Pero lo consideras un adjetivo demasiado simple para expresar todo lo que tratas de expresar. Tus muertes sucesivas, tus renacimientos. Como gatos concatenados, infinitos, que siempre acaban cayendo de pie.



sábado, 5 de marzo de 2016

El meteorito


Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
(León Felipe) 
 
Algunas cosas se anuncian inmensas antes de producirse y, entonces, se deshacen en su propia sombra, incendiándose, antes de ser. Y cuando son, resulta que son apenas. A duras penas.

La otra noche, un terror incólume me sacudió el corazón. Una inmensa bola de fuego iba tomando forma en el firmamento enlutado. Se acercaba. Yo poco podía hacer, allí parada, en mitad del campo, presintiendo cómo el techo estrellado del mundo se abalanzaba sobre mí.

Fue cuestión de segundos. El cuerpo celeste aterrizó a pocos metros; pero no hubo explosión, ni nadie salió ardiendo, como me esperaba. Me deslicé hacia el lugar exacto donde lo había visto caer. Sobre la hierba, brillaba una especie de objeto dorado con forma de estrella.

“Así que esto es un meteorito”.

Aquella fue la demostración de que la mayoría de las cosas que sabemos, que establecemos como válidas dentro de nuestro conocimiento del mundo, son en realidad cuentos. Leyendas de la cotidianidad. Porque, ¿quién ha sido testigo directo del aterrizaje de un meteorito? Yo afirmo que no se trata de un burdo pedrusco, sino de un delicado objeto tallado en oro. Y podría también estar mintiendo.

Las cosas, como digo, no son lo que semejan y, a veces, nos fascina vivir engañados. De las estrellas que contemplamos, ¿cuántas son las que aún siguen vivas? El firmamento no es más que un inmenso cementerio, y lo que nos parecen estrellas son, en realidad, recuerdos que brillan con luz propia. Pero recuerdos muertos, al fin y al cabo.

Si miro aquel amor en la distancia, su recuerdo se enciende como una estrella perecida en las noches de soledad. Basta para soñar unos instantes; pero mirarlo es comprender, al mismo tiempo, que su luz no tiene una existencia real, acaso nunca la tuvo. Tal vez, siempre contemplé un recuerdo de algo que jamás viví. Quizá lo que se anunciaba como una explosión se habría posado sobre la Tierra con un leve aleteo de plumas desprendidas. Y entonces, hubiera comprendido que la luz o el incendio se encontraban dentro de mí, no fuera.


Pero las cosas no realizadas, los cuentos incompletos, los finales perdidos, forman un anhelado cementerio de estrellas fallecidas en la conciencia. Y se encienden cuando la soledad nos apaga por dentro.