domingo, 17 de abril de 2016

Pantomima rota con explosión final

Dos arlequines, Salvador Dalí
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(Invade la escena la voz del Narrador. Es una voz azul con ramilletes fríos de témpanos. Es una voz atragantada en el cuello de un cisne. Mientras, se escucha un vals.)

NARRADOR - Era una tarde cualquiera de sol, de uno de esos soles que se esconden en las esquinas últimas de la primavera. Ella salía del trabajo con dos compañeras cuyos cuerpos difusos emanaban tintes fantasmagóricos. Entonces, lo vio.

Él sonreía, apoyado en un muro, con su polo rojo, el polo rojo que se adhería a su sonrisa cuando se cerraban los ojos para evocarlo. La miraba directamente, a Ella. Le dedicaba sus labios. En algún momento, sus cuerpos se aproximaron y Él la estrechó en sus brazos y Ella pensó que la besaría en ese mismo instante, pero la idea resultaba tan absurda y tan improcedente, y Él parecía sumido en una actitud tan espontánea, tan libre, que Ella se apresuró no a darle un beso, sino a estamparle dos en las mejillas.

El Tiempo dejó de importar. Lo que antes era un mundo se convirtió en una circunstancia poco relevante. Los secretos, la necesidad de aparentar, se habían desvanecido como los cuerpos difusos de las fantasmagóricas muchachas que se alejaban camino al río. Se internaron en un túnel oscuro y los dos continuaban sin hablar, aunque Él seguía sonriendo, exaltado, y Ella comenzaba a acostumbrarse al pensamiento de que esa sonrisa era solo suya.

Al día siguiente, Ella salía de nuevo del trabajo, junto a las dos jóvenes imposibles y una botella de agua que sujetaba en las manos. Allí estaba otra vez Él, con su polo rojo y su sonrisa limpia y absurda, y no esperó para correr hacia la muchacha y levantar su cuerpo ligero y hacerla reír, con el sol levantando destellos dorados en su risa. Ella ya se sentía casi segura, aunque un íntimo y oscuro presentimiento le susurraba que iba a perderlo, a su Amor. Que nada había sido real.

Se despidió de Él con una mirada que sonreía y subió al carruaje donde esperaban sus compañeras de trabajo, que la estudiaban gravemente. Una de ellas, la más aguda, le advirtió: “El tapón de la botella; no te lo ha devuelto. Has olvidado pedírselo”. Ella miró la botella y comprobó que, en efecto, el tapón seguía con Él. “No importa, así tengo una excusa para encontrarme con Él mañana”.

El tapón de una botella puede ser importante, hasta el punto de desequilibrar universos y dar vueltas de más al reloj de la vida. Puede tratarse de un mínimo error que conjure el aleteo de una mariposa suficiente para provocar un terremoto.

El carruaje se detuvo antes de ponerse en marcha. Los rostros de sus compañeras se paralizaron en una mueca tenebrosa y, allá lejos, apoyado en el muro, Él permanecía estático como una estatua de sal. Ella salió del carruaje y caminó unos pasos hacia él y vio su sonrisa congelada colgando de sus labios, la sonrisa que ya no le pertenecía. El mundo se había detenido.

(Calla de repente la voz del Narrador. Una luz espectral los sacude a todos con su látigo de luna y Ella cae al suelo, desvanecida para siempre. Entonces aparecen un Payaso y un Arlequín extraídos de una obra de García Lorca.)

PAYASO – Una música.
ARLEQUÍN – De años.
ELLA (Despertando para siempre) – Entonces, nada ha sido real, ¿verdad?
PAYASO – Si lo hubieras besado.
ARLEQUÍN – Si lo hubieras hecho, no sería necesario representar esta pantomima en la que el Tiempo juega a disfrazarse.
ELLA – Pero es que yo no lo quiero.
PAYASO – No importa; tienes que pensar en la Literatura.
ARLEQUÍN – En la Literatura, siempre.
ELLA - ¿Os habéis fijado en su sonrisa? Podría haber estado dedicada a un pájaro o a un trozo de suspiro muerto.
PAYASO – Pero era para ti; este era tu cuento.
ARLEQUÍN – Podrías haberte quedado en este cuento para siempre.
ELLA – “Siempre”. Es una palabra que me persigue y a la que nunca alcanzo.


(El vals es sustituido por unos acordes circenses. Súbitamente explota la escena como un globo pinchado y se aleja flotando por el mar.) 

miércoles, 6 de abril de 2016

Muletas

Los amantes, René Magritte

En medio de la multitud lo vi pasar,
con sus ojos tan rubios como la cabellera.
 
Luis Cernuda

Recuerdo aquella noche como si fuera ayer. Me apresuraba con sigilo en la oscuridad, entre luces gastadas de farolas y anuncios de neón desteñido, abandonados en calles que tal vez tuvieran vida por las mañanas. No entonces; no en aquella noche. El Asesino de Almas merodeaba por esas calles, tal vez más cerca de de lo que podría imaginar. Tenía que escapar de allí como fuera. Contarle al mundo que la muleta misteriosa de la antigua pesadilla, aquella que sujetaba una mano amputada, había aparecido por primera vez en un cuadro de Salvador Dalí. Quizás el Asesino de Almas ya estuviera allí cuando Dalí pintó aquel cuadro, o la noche en la que mi Trapecista sufrió un accidente mortal. Quizás el Asesino de Almas fuera en verdad la Mano, la Mano que sujetaba una muleta y que daba vueltas alrededor de una camilla en la que reposaba el cuerpo de mi idealizado Trapecista. En esa noche.

Corrí por las calles ciegas, henchidas de oscuridad. A mi paso las estrellas se iban encendiendo, como si algún destino todavía esperara por mí. Procuraba no mirar atrás y acelerar el paso, cada vez más, y entonces…

Entonces la luz de las farolas sobre aquella amplia avenida. Las gentes, el verano. La noche de verano. Esperaba que nadie tomara aquel camino por el que yo acababa de llegar. El Asesino de Almas aún se escondía en aquel camino. Iba a entrar en una cafetería cuando me crucé con un joven que me resultaba muy familiar, aunque no podía averiguar por qué. Algo en su cabello rubio, despeinado, o en aquella mirada dulce que no me dedicaba, le otorgaba un tinte místico, casi angelical. Busqué en mi memoria desesperadamente, sin hallar el origen de la sensación que me invadía.

El joven salía de la cafetería y estaba poniéndose una chaqueta vaquera para hacer frente a la ligera brisa nocturna. Lo vi caminar en la misma dirección por la que yo había llegado, y una alarma se encendió en mi interior. Tenía que avisarle.

Me aproximé hacia él. “No vayas por ese camino: el Asesino de Almas aguarda en la oscuridad…”. El joven se fijó en mí por vez primera; parecía sorprendido. Esperaba que se riera o que me respondiera con despecho. En vez de eso, me cogió de la mano y me guió de nuevo hacia la cafetería. Entramos.

El lugar se hallaba completamente vacío y estaba decorado como si perteneciera a una época remota. Mi acompañante se detuvo para mirarme, todavía con la sorpresa pintada en sus bonitas facciones. Comprendí que él también me reconocía de algún modo. “Eres tú”, me dijo. Y acto seguido, me besó. Fue un beso muy familiar, un beso que ya había experimentado antes. Supe que conocía a aquel joven, que una relación muy profunda nos había unido alguna vez. Sus ojos me decían que él también era consciente. Sin saber por qué, comprendimos que no queríamos volver a separarnos.

De repente, la puerta de la cafetería se abrió de golpe y un hombre con un fusil entró por ella, apuntándonos. “¡No podéis estar juntos!”, gritó: “¡Pertenecéis a épocas distintas!”. Mi amor me miró con desesperación, y se volvió hacia el hombre: “Pero, ¡padre! Yo la quiero… Nos hemos querido siempre, incluso cuando éramos otras personas”. El padre continuaba apuntándonos con el fusil, y espetó: “Ella pertenece al pasado. ¡Tú no has nacido aún!”. Tras estas palabras, se dirigió hacia mí: “¡Vete ahora mismo o lo mataré!”.

Un miedo atroz comenzó a invadirme. Mi amor me suplicaba con la mirada que no lo hiciera, que no me fuera. Pero yo quería salvar su vida. Me separé de sus brazos y la noche de repente parecía helada. Miré por última vez su nariz elegante, sus rizos rubios derramados sobre la frente. Su mirada de miel. Y eché a correr.

Salí de la cafetería. Y seguí corriendo y corriendo, sin mirar atrás. La noche de verano, el verano, las gentes, la luz de las farolas sobre aquella amplia avenida, los labios de los transeúntes ignorando que las primeras muletas aparecieron en un cuadro de Dalí… Entonces… Entonces, las calles ciegas, henchidas de oscuridad. Y la amenaza del Asesino de Almas, quizá más cerca de lo que podría imaginar.