lunes, 17 de febrero de 2014

La toalla



A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
 
Miguel Hernández


Era un radiante mediodía de verano. La piscina estaba cuajada de chiquillos alegres y bulliciosos y casi no quedaba una sombra libre en todo el jardín. Caminé hacia la que ocupaban mi madre, mi hermano Pablo y… Cerca de ellos, tendida sobre una toalla de rayas blancas y turquesas, se hallaba la esbelta silueta de Zahra. Llevaba la melena oscura recogida en uno de sus habituales moños y sus ojos permanecían ocultos por unas gafas de sol. Estaba muy concentrada en una revista y ni siquiera alzó la vista a mi llegada, lo cual no me sorprendió. Lo que verdaderamente me extrañaba era que se hubiese instalado tan cerca de mi familia, sltándose las barreras de desconfianza que, sin saber muy bien por qué, un día ya lejano nos separaron.

Tratando de aparentar normalidad, extendí mi toalla en un hueco que quedaba junto a ellos.

Pasados unos minutos y para mi absoluta sorpresa, Zahra se dirigió a mí sin mirarme, hablándome por detrás de las gafas de sol y de la revista como si allí no hubiera nadie más, aparte de nosotras:

-Aurora, ¿cuánto tiempo pretendes que pase antes de que volvamos a hablar? O acaso… ¿dejarás que esto termine así?

No pude evitar que me embargara la emoción. Aquella era una pregunta directa, sencilla y absolutamente imprevisible. De esas preguntas que te sacuden por dentro y que, sin embargo, pueden ser retóricas, porque no exigen una respuesta, sino dar un paso.

Iba a darlo cuando, de repente, desperté. Desorientada, miré a mi alrededor. Era el mismo escenario que aquel que acababa de abandonar. La piscina, los chiquillos bulliciosos, el césped recalentado por el sol de verano. Junto a mí permanecían mi madre y Pablo, pero la toalla rayada sobre la que segundos antes reposaba Zahra se encontraba vacía.

-Mamá, ¿de quién es esa toalla? –pregunté, con la esperanza de que ella me respondiera que pertenecía a Zahra y que esta regresaría para buscarla y que, por tanto, había sido real todo lo ocurrido, no sólo un sueño.
-No lo sé; estaba ahí cuando llegamos. Tal vez sea de la madre de Pedro, que estuvo aquí por la mañana, temprano. Voy a llamarla.

Mi madre llegó acompañada de la de Pedro, que tenía una voz estridente y vestía una camisola de las que se ponen las señoras en los pueblos para salir a la puerta de su casa a tomar el fresco. Iba hablando de Pedro, como siempre: de lo torpe que era en los estudios y lo mucho que le gustaba irse de fiesta. La verdad es que Pedro nunca se había caracterizado por su inteligencia.

-Ah, ¡pues sí que es mía! –exlamó la mujer, recogiendo la toalla rayada- Me la debí dejar olvidada esta mañana.

Fue la confirmación de que la presencia de Zahra en aquel trozo de tela había sido un sueño. Entristecida, contemplé cómo mi alrededor lentamente desaparecía en un fundido negro típicamente cinematográfico…

Abrí los ojos en mi cama. Me incorporé y consulté el móvil: eran las 6:45 del 17 de febrero de 2014. El paisaje tras la ventana mostraba un amanecer gris que se moría de frío por las esquinas. Qué lejos parecía el verano, la piscina y el sol. Y Zahra. Zahra resultaba tan lejana que tenía que soñarla dentro de otro sueño…

Sin embargo, la lejanía no debía ser tanta si, al pensar en ella, no era capaz de etiquetarla como “antigua conocida”. Albergaba la extraña sensación de que, tras meses de silencio, si volviéramos a hablar, encontraríamos la misma complicidad de siempre, como si la última vez que lo hubiéramos hecho hubiese sido la semana anterior. A pesar de que entonces las cosas fueran tan distintas. Leí en algún libro que esa sensación solo se tiene con los amigos de verdad. O tal vez debiera achacárselo todo a mi sentimentalismo…

Pensaba en todo esto y revivía aquella pregunta de Zahra, de la Zahra del sueño dentro del otro sueño. Concluí que el orgullo –el propio, el ajeno- puede llegar a ser terrible. Quise volver atrás en el calendario y tuve miedo de constatar mi propia irrealidad… 

jueves, 6 de febrero de 2014

Lo que le falta a mi recuerdo

Atardecer en Conil de la Frontera, Cádiz. Agosto de 2011

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No preguntarme nada. He visto que las cosas
cuando buscan su curso encuentran su vacío.  
Federico García Lorca



Fue un final indeciso. Después de despedirnos, cada uno se alejó en una dirección diferente. Me detuve un instante y volví la cabeza, pero tú sólo seguías caminando mientras el cielo se desangraba y las gaviotas lanzaban sus quejas encendidas a las primeras estrellas.

Unos meses después, conocí a David. Pero sus ojos eran castaños, tan distintos a los tuyos, de niebla y agua, de salones victorianos describiendo majestuosos e inexistentes círculos en tus iris.

El color de tus ojos me miraba en forma de cielo encapotado, amenazante de lluvia, aquella tarde de febrero. Por entonces, yo todavía me pasaba las horas escribiendo sucesivas versiones de nuestra breve historia -acaecida meses antes-, buscando un final satisfactorio, cerrado, que completase el círculo de tu recuerdo. No pedía un final feliz, tan solo uno lo suficientemente lírico para convertirte en poema y dejar de pensarte. Para los que llevamos la maldición de la poesía dibujada en el alma, los finales incompletos suponen un riesgo, porque constituyen el comienzo de una idealización.

Esa tarde de febrero, dejé clavada la mirada en el gris marengo del cielo de Madrid hasta sentirlo atravesado por la daga del crepúsculo. Revivía tus ojos en aquel color lentamente extinguido. Horas más tarde, conocería a David.

A nuestra historia le faltó aquella última mirada. Tú nunca fuiste de letras: te aferraste a un final precipitado, a la ausencia de una elegía en la cual tuvieras que reflexionar sobre el color de mis cabellos, la forma exacta de mi sonrisa. Quisiste ahorrarte las metáforas, las aliteraciones que llevaran implícita la inicial de mi nombre. Pero yo tengo la maldita costumbre de novelar mi existencia, de buscar un sentido completo a cada hecho que a otra persona más práctica pueda resultarle carente de valor.

David estaba muy guapo aquella noche, mirándome en la distancia por detrás de su sonrisa. Era la suya una sonrisa confiada, sin dientes, con un exquisito tinte de arrogancia. Tan distinta a la tuya, cuya timidez se podía apreciar a varios metros. No se me hubiera ocurrido relacionarlo contigo, hasta que me di cuenta de que se acercaba y, justo en ese instante, comenzaba a sonar en el pub la misma canción que escuchamos tú y yo aquella otra noche de verano. Reproducía en mi cabeza tus palabras, tu risa nerviosa al comentar esa canción, el tacto tembloroso y pretendidamente casual de tus manos al rozar las mías. Mientras, David se había situado frente a mí y me miraba retadoramente con sus expresivos ojos castaños. Me preguntó alguna banalidad y, de repente, me dijo algo que no esperaba oír: venía de la misma ciudad que tú. Estudiaba la misma carrera.

Aquellas tres casualidades –la canción, su ciudad de origen, sus estudios- tenían que significar algo. Le pregunté su nombre y creí adivinar la respuesta: “Alberto”, pronunciado con elegancia, con esa “a” abierta que llevaba meses colgando de mi memoria.

Sin embargo, me dijo que se llamaba David. Y el color castaño de sus ojos pareció intensificarse, gritándome que él no eras tú, que tú ya sólo existías en mi imaginación, que ni siquiera recordaba el timbre de tu voz ni el tacto de tu cabello: únicamente esa mirada acerada, a medio camino entre el azul y el gris, clavándose en mi conciencia.

Volví una vez más a aquella discoteca, te vi de nuevo en la distancia, buscándome tímidamente, acercándote y sonriendo. Brillabas en medio de la maraña de cuerpos sin rostro que se agitaban, como juncos absurdos, en pos de la música. Parecías haber escapado de alguna época de valses donde incluso las sombras se abanican.

David no fue el final que buscaba, el trazo último del círculo que cerrara el capítulo en el que apareciste. Tenía todos los ingredientes para ocupar tu papel, para convertirse en la esperanza que en aquellos momentos necesitaba. Pero le faltaba lo más importante, algo que ni siquiera podría atreverme a describir. Tal vez fuera el frío de Madrid que nos sorprendió al salir de aquel pub, un frío muy distinto a la brisa nocturna de la costa andaluza, que todo lo suaviza y lo vuelve mágico.

David se marchó aquella misma madrugada en que lo conocí, llevándose para siempre sus ojos castaños y su arrogancia de timbres infantiles. Yo estaba segura de que no volvería a verlo. Ya dice el refrán que “nunca segundas partes fueron buenas”. Y él no podía ser tú, además de que tú jamás serías él. Su historia estaba cerrada, sencillamente porque no hubo ninguna historia. ¿O sí la hubo? Tuvo que haberla, si sigo recordándolo y a veces se me escapa una sonrisa. A menudo, las mejores historias son aquellas en las que, aparentemente, no sucede nada.

Hoy, cuando trato de hacer memoria, se me ocurre que yo, aquel verano, era muy niña. Lo que para mí constituyó el fragmento de una poesía inacabada, para ti –para cualquiera- no debió ser más que otra anécdota perdida entre una maraña de recuerdos sin rostro que se agitan, como juncos absurdos, en pos del calendario. Pero, ya te lo he explicado; tiendo a novelar mi existencia y a buscar finales redondos, casi siempre dramáticos.

Hoy, cuando revivo tus ojos grises en la memoria, me sorprendo, porque ni siquiera llegué a enamorarme de ti. Me enamoré de tu recuerdo, de esa ausencia que fue creciendo con los meses, envolviéndose de colores idílicos. Necesitaba una historia. Necesitaba un final perfecto, aunque fuera trágico. Y rompiste todos mis esquemas después de aquella despedida, cuando no volviste la cabeza para mirarme…

Un amor perfecto, aunque sea efímero, es aquel en el que alguien se vuelve para mirarte.

La tarde naufragaba sobre el océano, ruborizando el cielo, salpicando de fuego a las gaviotas. Sentados en una toalla, escuchábamos el insistente y apacible rumor de las olas. Tú, por primera vez en varias horas, guardabas silencio. Creo que nos daba miedo quedarnos callados. Entonces te inclinaste sobre mis labios y me besaste y el tiempo se detuvo…

Cuando volví a mirarte te sonreíste, disculpándote:

-Lo siento… Llevaba toda la tarde queriendo hacer eso.
-Creo que ha sido más bonito que esperaras para hacerlo.
-Pero ahora, apenas queda tiempo.
-¿Por qué tienes que vivir tan lejos?
-No importa; podemos seguir viéndonos de vez en cuando…