lunes, 24 de noviembre de 2014

Noviembre


"El cheque en blanco", René Magritte


Como todo aquello que de cerca o de lejos
Me roza, me besa, me hiere
 
Luis Cernuda


Mañana se habrá detenido el tiempo y tus manos vagarán por el gris desvaído de los aires bajo una sinfonía de domingo en la que los mundos más lejanos serán las hojas amarillas del fresno que siempre me contempla tras el cristal. Hay una extraña melancolía lírica en el modo que tiene de mirarme o de gritarme su indiferencia muda. Las soledades se agolpan y juegan y levantan las nubes en torbellinos de silencio y te siento tan presente que una sola palabra bastaría para asesinar la realidad, para partir en dos mitades los relojes que dejaron de latir cuando tú los manchaste de luz.

¿A qué extraño universo sin sombra pertenece la soledad? ¿Cuál es el camino que trazan tus labios si no me acarician? Busco las respuestas en el otoño, en los otros noviembres malditos donde enterré todas las historias que habían tardado meses en germinar, en volverse sueños. Los sueños están hechos del mismo material que las soledades. Vienen y vuelven a marcharse y a veces descubres que jamás han existido, que su lugar está con esas preguntas que no tienen respuesta, entre las pecas de una sonrisa o en el cosquilleo nervioso que precede a los besos. No somos sino pájaros que no se terminaron de marchar, exilios imprecisos, escalofríos. En algún momento, una mirada nos recuerda el universo que quisimos abandonar, lejos del miedo, y los años y su nombre adquieren un sentido. Entonces, regresamos. Sin habernos marchado. Pero con los ojos anhelantes de memoria fresca y sangrante, con las manos abiertas y la sonrisa niña. Buscando respuestas y palabras perdidas en el camino que conduce al invierno, en el umbral ingrávido del amor, entre los pétalos de una locura perenne.


Y noviembre se vuelve un poco menos noviembre. 

martes, 18 de noviembre de 2014

Blanco


Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan. 
Federico García Lorca



¿Dónde estaba mi vestido azul? Tenía, en su lugar, un camisón blanco que dejaba en mi piel escalofríos de somnolencia y una bruma suave, enquistada de párpados cerrados. Aun así, cogí aquellos versos y me dispuse a leerlos. Alguien tenía que leerlos. Alguien debía anunciar al mundo su muerte, cegada de años, arrasada por las fauces impiadosas del tiempo y de la enfermedad. Recordaba la dulzura del calendario en aquellos tiempos que entonces se me antojaban como un sueño fácil, quebradizo y transparente. Tan blanco.

Era un cuento sobre geranios, patios soleados y adelfas de flores blancas. Adelfas perezosas, susurrantes y letales, envueltas de una belleza sombría y trágica, de una inocencia imposible que solo mis ojos se negaban a ver. Comencé a leer los versos con la misma vaga inseguridad que siempre me acompaña.

Los hombres de bata blanca me miraban con displicencia y a veces se miraban entre ellos con unos ojos muy graves, en medio de aquella sala tan desolada y de claridad cegadora. Mi voz se quebraba progresivamente, frágil e imprecisa. Acababa de empezar a leer aquella historia cuando uno de los hombres apartó de mí los papeles y me susurró que era demasiado tarde, porque pronto me quedaría dormida.

Fue entonces cuando descubrí que no estaba de pie, sino tumbada boca arriba en una camilla, sintiendo cómo por mi sangre se extendía un líquido frío que poco a poco devoraba mi consciencia. Quise gritar, porque alguien debía terminar de leer aquellos versos incompletos; quise aullar, porque de mi cara blanca crecían geranios que derramaban sobre mi boca hojas muertas, pequeños dibujos en la algarabía de los siglos que parecían acunarme.

Pero la voz ya no salía de mi garganta, y fui terriblemente consciente, antes de cerrar los ojos, de que cuando despertase ya no sería la misma persona, ni el mundo aquel blanco sueño en el que un día naufragué. Porque ahora quedaba a merced de aquellos hombres, de sus batas blancas y de sus frentes incapaces de comprender las quimeras habitantes en unos versos sobre adelfas y vidas arrancadas.


El tiempo se desvanecía…  

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Mi caos

Alicia en el país de las maravillas, Disney, 1951


Allí siempre hay estrellas. 
Los letreros señalan direcciones inútiles, 
porque perderse constituye la gran meta añorada 
al final del camino. 

Marina Casado


Por mucho que camino, el horizonte sigue estando lejos. A veces, tengo la impresión de que se trata de una acuarela que el autor de esta novela en la que naufrago ha decidido dejar allí, abandonado, para que no dejemos de esperar algo. El mundo y yo somos muy jóvenes para desmoronarnos y, tal vez, para alcanzar el horizonte.

Pero no por ello dejo de caminar. Y eso que el mundo se ha desmoronado muchas veces, cada una más fuerte que la anterior, hasta que he sentido tocar fondo. Por otra parte, sé que si alguien me regalara un mapa en el que apareciera perfectamente dibujado el camino que conduce al horizonte, yo me perdería. Me perdería, porque jamás he sabido interpretar mapas, porque me pierdo a mí y pierdo todo aquello que me rodea; lo pierdo pisando nubes, extraviándome por senderos ignotos que se abren en mi pensamiento, en un inocente egoísmo caótico, evasivo, inconsciente y letal.


En este caos te busco, te espero, te siento. Hay un equilibrio diminuto en nuestro desequilibrio, en esta fuga de la lógica que nos invade. Hay horizontes alcanzables e ignorados que navegan por tu mirada. Tal vez, perderse constituya la única meta al final del camino, y la realidad blanca se pueda pintar de rojo, como las rosas del jardín de la terrible Reina de Corazones. Y qué mejor regalo que un viaje sin regreso al País de las Maravillas, siempre que no esté sola dentro de mi caos. De nuestro caos.

martes, 4 de noviembre de 2014

El muerto



¡Tu cuerpo!:
Largo y abultado como las estatuas del Renacimiento. 
Rafael Alberti


-Supe que había fallecido por el modo en que se hallaba fracturado su brazo -decía aquel hombre-. En los muertos, siempre se observa la misma fractura en el brazo derecho.

Tenía barba negra y espesa y gafas grandes, como las que aparecen en las películas de los ochenta. Caminábamos por un paisaje crepuscular y urbano. Le pregunté otra vez si estaba seguro de la identidad del fallecido y me repitió su nombre, confirmándolo.

-Fue un ataque al corazón. No me quedó ninguna duda de que había muerto después de ver su brazo. Es algo inmediato: en cuanto morimos, se forma esa fractura en el húmero.

El último sol caía sobre nosotros como yema derretida. Extrañas tribus bailaban por el sendero, junto al río. Comencé a llorar con desconsuelo: era la única culpable.

-Si hubierais llamado a una ambulancia…


No respondí. Metí la mano en el bolsillo del abrigo y saqué un puñado de monedas de plata que refulgían sobre mi palma, y las fui dejando caer distraídamente, una a una, por el camino, como un reguero brillante que nos persiguiera.