miércoles, 28 de enero de 2015

Poemise


Un sueño sin faroles y una humedad de olvidos,  
pisados por un nombre y una sombra.  
No sé si por un nombre o muchos nombres, 

si por una sombra o muchas sombras. 
Reveládmelo.

Rafael Alberti 

Al principio, no fui capaz de recordar el nombre. Me llevabas de la mano por aquella escalera de caracol que conducía a ninguna parte. En el primer piso, un hombre manipulaba un cerebro, y te asombraste tanto como yo. “Está creando vida”, dijiste, “este será el comienzo del fin”.

El fantasma de una niña ataviada con un vestido azul deambulaba por los pasillos, su afilada sombra espiando nuestro silencio. Pero no soltaste mi mano en ningún momento. Recorrimos no sé cuántas habitaciones. Nuestra única misión era escapar, salir intactos de aquel lugar, distorsionando azules. Pasaron tantas cosas que no recuerdo. Pero al regresar al primer piso, el cerebro ya era una cabeza humana. Una cabeza con sus facciones perfectamente definidas, demasiado deslumbrantes, tal vez; pero que nos miraba: nos miraba con fijeza y una extraña e inquietante sabiduría.  “Está creando vida”.

Sí, estaba creando vida, o deshaciéndola. Teníamos que parar aquello. Era vida, pero vida vacía. De gente que no llora, de mariposas muertas. De mundos sin lágrimas, eternamente áridos, como desiertos en mitad de una mirada colonizada por la pupila.

De repente, comprendí que conocía aquella casa. La había visto en una película titulada Poemise. El nombre llegó a mi memoria igual que una ráfaga de viento arañando las esquinas del cielo. Poemise. Sabía lo que vendría ahora. Tú me llevabas de la mano por aquella escalera; bajábamos y atravesábamos el vestíbulo con el fantasma de la niña azul pisando nuestras huellas. Al salir al jardín, pasando por debajo de un arco, supe que nos la encontraríamos cara a cara. Tú también lo sabías, pero creías que yo no. Y yo no podía decirte que aquello formaba parte de una película. Que en ese momento estábamos en la película.

Allí estaba el fantasma de la niña, con su vestido azul y una nebulosa cubriendo su rostro. No te asustaste, como si la hubieras visto en demasiadas ocasiones, y yo fingí asustarme para que no sospecharas. Grité de forma estúpida y el paisaje se desvaneció a nuestro alrededor. Poemise. ¿Formarías también parte del decorado?

No; porque habías salido de la casa, del jardín, y seguías sujetando mi mano. No importaba que no te hubieras asustado. La misión estaba cumplida, aunque no puedo recordar cómo la cumplimos. Nos encontrábamos en un inmenso aparcamiento de coches voladores: tú tendrías que coger uno y yo otro: nos marcharíamos en direcciones opuestas. La pesadilla había terminado, pero eso implicaba tener que soltarte la mano.


Por primera vez, deseé regresar a Poemise

lunes, 26 de enero de 2015

Selene


Y si te vas, me voy por los tejados
como un gato sin dueño. 
Joaquín Sabina


La luna es un lugar de la noche en el que se refugian los ojos de los melancólicos, de los soñadores con alardes de poetas que bucean por su tristeza sin esgrimir un motivo lo suficientemente cierto. Pero tan fiero, tan intenso.

Tanto hablar de poesía y, realmente, moriría sin la música. Se me encoge el corazón bajo los acordes amargos de una canción de los noventa. La voz ronca de Sabina me trae, por alguna razón inexplicable, tu mirada. Bailamos. Tal vez tu amor sea producto de mi imaginación y esté volviendo a convertir mi vida en literatura, como siempre. Como nunca. Pero podría jurar que me quieres.

Si alguna vez viajo a Nueva York, aparcaré mis sueños por un instante junto a Tiffany’s mientras desayuno un croissant enfundada tras unas Ray-Ban. Ya lo sabías, ¿verdad? Basta con mirarme e imaginar todos los nombres que me merezco. En realidad, no necesito más que uno.

Soy de ese tipo de personas. Sin embargo, he decidido no perderme más por el viento del oeste, por muchos barcos, hidroaviones y reyes que prometan venir a buscarme. Me voy a quedar aquí sentada, mirando la luna como una melancólica más con pretensiones de poeta. Si puede ser, contigo. Aunque mirar la luna no es como ir al cine: la soledad no es un obstáculo. Pero mi gata sí tiene nombre. Aunque eso ya lo podrías suponer.

Voy a tirar la tristeza a la basura o detrás de unas Ray-Ban. De niña, se me hacía necesario llorar para que las farolas y los semáforos se desenfocaran y la noche se convirtiera en un caleidoscopio de irrealidad. Ahora, basta con quitarme las gafas. Hasta la miopía tiene su magia, o tal vez sea, nuevamente, este afán mío por literaturizar las existencias.


Soy feliz y estoy triste. Definitivamente, he debido de atragantarme con tantas lunas o tantas canciones… Pero si alguien me las quita, me moriré de frío o, lo que es lo mismo, de indiferencia cósmica.

La poesía no es más que una indigestión de lunas. Pero que nadie se lleve la música...

domingo, 4 de enero de 2015

Antes de la Ciudad Sin Nombre


René Magritte, "The Victory"

Sombras frágiles, blancas, dormidas en la playa. 
Luis Cernuda

.
Un día, escribió todas las letras del alfabeto en una hoja de papel y jugó con ellas hasta desbaratarlas, otorgándoles un sentido preciso que, años más tarde, nadie recordaría.

Así nació Ánesthelv.

Ánesthelv era una tierra sin entrada ni salida donde habitaban los imposibles. Bastaba cerrar los ojos para vislumbrarla. Ánesthelv iba a ser el comienzo de una novela y acabó siendo un nombre incomprensible para todos aquellos ajenos a su fundadora.

Olía a rosa, a azul, a ninfas misteriosas arrastrando sus níveas vestimentas por playas efervescentes. Sabía a silencio y ojos grises. Era portadora de cielos blancos que anunciaban tempestades constantes y sirenas a las que nadie se había atrevido, aún, a vendar los ojos.

Ánesthelv era el país de los amores inevitables, que son los no correspondidos. Llovían lágrimas en sus fronteras y los unicornios salían a pasear en cada amanecer. Por la noche, las estrellas dibujaban un broche de plata al firmamento.

Escapó un día de Ánesthelv para marcharse a la Ciudad Sin Nombre, con su estación de trenes eterna y su gris anónimo y el fantasma de un romance incompleto anidando sus rincones. Cuando comprendió que aquellos trenes nunca conseguían salir de la Ciudad Sin Nombre, que los viajes eran utopías y al final siempre despertaba antes de marcharse el tren, deseó con todas sus fuerzas regresar a Ánesthelv y ni siquiera fue capaz de recordar cómo había llegado a la estación.

Pasaron varios años hasta que, al fin, uno de los trenes la llevó a otra ciudad distinta de la Ciudad Sin Nombre. Pero aquella ciudad no era Ánesthelv.

Ya no sabía si deseaba regresar. La nueva ciudad era soleada y el amor se hacía realidad en cada bocanada de viento. Recordaba Ánesthelv como un cúmulo de soledades engarzadas espolvoreadas de blanco y plata.

No estaba segura de querer regresar. Pero sí se había empeñado en descubrir el modo de hacerlo, para decidir, una vez lo supiera, no atravesar sus puertas.


Sin embargo, ya no recordaba el sentido de Ánesthelv. Resolvió escribir todas las letras del alfabeto en una hoja de papel y desbaratarlas, viajando de improviso al rincón más remoto de su conciencia. 
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