miércoles, 17 de septiembre de 2014

Nata y sol



El pasado no es mejor que el presente, pero está iluminado por una luz sugestiva y crepuscular que es tan poética como distinta de la cruda y amarga claridad que tiene el presente. 
Pío Baroja 


Esa noche, recuerdo que compramos un helado de postre en aquella heladería italiana. El mío era de nata, y cuando digo esto nadie suele comprenderme, nadie entiende que la nata sea mi sabor preferido, porque la nata es muy sosa, dicen. Y lo que ocurre es que no la comprenden. Supongo que es difícil ver un mostrador lleno de helados de todos los sabores y colores y decidir arriesgarte por ese blanco lechoso, que pasa tan desapercibido y que no parece nada prometedor a la vista. Pero la nata es dulzura y es melancolía, es ensoñación y recuerdos lejanos, es como el azul dentro del universo de los sabores de helado. Yo me confieso fiel a la nata y lo seré hasta el día en que desaparezca.

Cuando salimos de la heladería, nos sorprendió una repentina tormenta de verano. Paula y yo corrimos para refugiarnos bajo el toldo de una tienda que ya había cerrado, como la noche, mientras los mayores barajaban la posibilidad de regresar a la heladería, que también estaba a punto de cerrar.

Yo miraba las pupilas de Paula y las veía deambular por la calle casi desierta como quien contempla un paisaje que no le pertenece. Ella no recordaba el barrio, porque era demasiado pequeña cuando nos marchamos de allí. Yo tenía la memoria plagada de imágenes, igual que si hubiera sido el día antes cuando lo abandonamos para ir a una casa nueva que tenía piscina y a un barrio nuevo al que le faltaban todas las tiendas, y toda la gente que por las mañanas, los fines de semana, caminaba por la calle de vuelta del mercado, con bolsas de plástico, y los gitanos que se ponían a tocar el organillo cerca de aquella plaza donde di mis primeros pasos, aquella plaza en la que ahora han construido una plaza de toros y un centro comercial y qué sé yo cuantas cosas inútiles más. Mi habitación era enorme y la ventana daba a un tejado lleno de gatos y algunas noches, incluso podía presenciar peleas entre estos animalitos. Eran tiempos en los que resultábamos invencibles, ante todo menos ante algún T. Rex repentino –casi como las tormentas de verano- que avanzara con fiereza entre los edificios, destrozando el paisaje urbano a su paso.

Recuerdo mi barrio bañado por el sol, con edificios apretados, ninguno demasiado alto, con ese encanto que solo poseen los barrios del sur de Madrid, ese encanto incomprensible para aquellos que no lo han vivido, esa magia escondida y desconcertante similar a la nata en los helados. Las distancias, por entonces, eran mucho más grandes, y yo mucho más pequeña y también más llena de sol.

Pero aquella noche, hacía horas que el sol nos había abandonado, y las calles desiertas me miraban con extrañeza –como las pupilas de Paula-, igual que si yo no les perteneciera, y era cierto que ya no les pertenecía y no era menos cierto que llovía, y que lo único que me ataba al pasado era ese helado de nata que tan difícil me estaba resultando comerme debajo de aquel toldo en el que me había refugiado de la lluvia junto a mi hermana.

Y entonces reparé en lo incomprensible que resulto a veces, en mi nostalgia ensoñadora de pasados y en mi escondida y desconcertante pasión por la nata. Y tantas y tantas cosas que se ocultan debajo de mi memoria, de esta corteza de color blanco lechoso que a menudo pasa desapercibida entre los brillantes fulgores de la ciudad.


Lo más extraño, lo más absurdo y misterioso, es que esa noche de lluvia y de helados ha pasado ya a formar parte del mundo de la nostalgia. Como si el tiempo hubiera bañado de sol la noche y la tormenta. Tal vez, el sol no sea más que una dimensión subjetiva…

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