miércoles, 26 de marzo de 2014

Amaneceres ajenos




Todo era gris y estaba fatigado, 
igual que el iris de una perla enferma.  

Luis Cernuda




Sólo quien vio alguna vez amanecer sabrá de qué le hablo: la sangre gris, viscosa, de los cielos, el aura indefinida de lejanía cierta, el precoz canto de los pájaros que despiertan náuseas inexplicables en el alma. 

Yo estaba allí, en aquella mañana, en aquel tiempo que no me pertenecía. Volvía a casa y recordaba que, una vez, alguien me dijo que el canto de los pájaros puede llegar a ser un elemento desaforadamente inútil, extranjero, algo así como una circunstancia ajena a ti que te recuerda las razones por las que no deberías escapar, o quedarte en el mundo. O quizá solo en esa mañana concreta, en ese gris aciago, en ese amanecer que te contempla con ojos acerados, que sangra viento y noches de papel, mecidas por ilusiones huecas, acuosas, como el mar de mis labios que se desintegraba por la ausencia de besos homicidas. 

Yo estaba allí pero a la vez no estaba. Estábamos allí todos nosotros, nadando por los ojos de los océanos del aire. No había nadie, en aquella mañana. Yo misma era una circunstancia ajena que me recordaba -inútilmente- las razones por las que debería escapar para siempre. (Para siempre, siempre hacia la noche, la noche familiar de oscuridad arrulladora, arrulladora de sueños y labios y besos y sombra.) 

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