A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Miguel Hernández
Era un radiante mediodía de
verano. La piscina estaba cuajada de chiquillos alegres y bulliciosos y casi no
quedaba una sombra libre en todo el jardín. Caminé hacia la que ocupaban mi
madre, mi hermano Pablo y… Cerca de ellos, tendida sobre una toalla de rayas
blancas y turquesas, se hallaba la esbelta silueta de Zahra. Llevaba la melena
oscura recogida en uno de sus habituales moños y sus ojos permanecían ocultos
por unas gafas de sol. Estaba muy concentrada en una revista y ni siquiera alzó
la vista a mi llegada, lo cual no me sorprendió. Lo que verdaderamente me
extrañaba era que se hubiese instalado tan cerca de mi familia, sltándose las
barreras de desconfianza que, sin saber muy bien por qué, un día ya lejano nos
separaron.
Tratando de aparentar
normalidad, extendí mi toalla en un hueco que quedaba junto a ellos.
Pasados unos minutos y para mi
absoluta sorpresa, Zahra se dirigió a mí sin mirarme, hablándome por detrás de
las gafas de sol y de la revista como si allí no hubiera nadie más, aparte de
nosotras:
-Aurora, ¿cuánto tiempo
pretendes que pase antes de que volvamos a hablar? O acaso… ¿dejarás que esto
termine así?
No pude evitar que me
embargara la emoción. Aquella era una pregunta directa, sencilla y
absolutamente imprevisible. De esas preguntas que te sacuden por dentro y que,
sin embargo, pueden ser retóricas, porque no exigen una respuesta, sino dar un
paso.
Iba a darlo cuando, de
repente, desperté. Desorientada, miré a mi alrededor. Era el mismo escenario
que aquel que acababa de abandonar. La piscina, los chiquillos bulliciosos, el
césped recalentado por el sol de verano. Junto a mí permanecían mi madre y
Pablo, pero la toalla rayada sobre la que segundos antes reposaba Zahra se
encontraba vacía.
-Mamá, ¿de quién es esa
toalla? –pregunté, con la esperanza de que ella me respondiera que pertenecía a
Zahra y que esta regresaría para buscarla y que, por tanto, había sido real
todo lo ocurrido, no sólo un sueño.
-No lo sé; estaba ahí cuando
llegamos. Tal vez sea de la madre de Pedro, que estuvo aquí por la mañana, temprano.
Voy a llamarla.
Mi madre llegó acompañada de
la de Pedro, que tenía una voz estridente y vestía una camisola de las que se
ponen las señoras en los pueblos para salir a la puerta de su casa a tomar el
fresco. Iba hablando de Pedro, como siempre: de lo torpe que era en los
estudios y lo mucho que le gustaba irse de fiesta. La verdad es que Pedro nunca
se había caracterizado por su inteligencia.
-Ah, ¡pues sí que es mía! –exlamó
la mujer, recogiendo la toalla rayada- Me la debí dejar olvidada esta mañana.
Fue la confirmación de que la
presencia de Zahra en aquel trozo de tela había sido un sueño. Entristecida,
contemplé cómo mi alrededor lentamente desaparecía en un fundido negro
típicamente cinematográfico…
Abrí los ojos en mi cama. Me incorporé
y consulté el móvil: eran las 6:45 del 17 de febrero de 2014. El paisaje tras
la ventana mostraba un amanecer gris que se moría de frío por las esquinas. Qué
lejos parecía el verano, la piscina y el sol. Y Zahra. Zahra resultaba tan
lejana que tenía que soñarla dentro de otro sueño…
Sin embargo, la lejanía no
debía ser tanta si, al pensar en ella, no era capaz de etiquetarla como “antigua
conocida”. Albergaba la extraña sensación de que, tras meses de silencio, si
volviéramos a hablar, encontraríamos la misma complicidad de siempre, como si
la última vez que lo hubiéramos hecho hubiese sido la semana anterior. A pesar
de que entonces las cosas fueran tan distintas. Leí en algún libro que esa
sensación solo se tiene con los amigos de verdad. O tal vez debiera achacárselo
todo a mi sentimentalismo…
Pensaba en todo esto y revivía
aquella pregunta de Zahra, de la Zahra del sueño dentro del otro sueño. Concluí
que el orgullo –el propio, el ajeno- puede llegar a ser terrible. Quise volver
atrás en el calendario y tuve miedo de constatar mi propia irrealidad…