Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
(León Felipe)
Algunas cosas se anuncian
inmensas antes de producirse y, entonces, se deshacen en su propia sombra,
incendiándose, antes de ser. Y cuando
son, resulta que son apenas. A duras
penas.
La otra noche, un terror incólume
me sacudió el corazón. Una inmensa bola de fuego iba tomando forma en el
firmamento enlutado. Se acercaba. Yo poco podía hacer, allí parada, en mitad del
campo, presintiendo cómo el techo estrellado del mundo se abalanzaba sobre mí.
Fue cuestión de segundos. El cuerpo
celeste aterrizó a pocos metros; pero no hubo explosión, ni nadie salió
ardiendo, como me esperaba. Me deslicé hacia el lugar exacto donde lo había
visto caer. Sobre la hierba, brillaba una especie de objeto dorado con forma de
estrella.
“Así que esto es un meteorito”.
Aquella fue la demostración de
que la mayoría de las cosas que sabemos, que establecemos como válidas dentro
de nuestro conocimiento del mundo, son en realidad cuentos. Leyendas de la
cotidianidad. Porque, ¿quién ha sido testigo directo del aterrizaje de un
meteorito? Yo afirmo que no se trata de un burdo pedrusco, sino de un delicado
objeto tallado en oro. Y podría también estar mintiendo.
Las cosas, como digo, no son
lo que semejan y, a veces, nos fascina vivir engañados. De las estrellas que
contemplamos, ¿cuántas son las que aún siguen vivas? El firmamento no es más
que un inmenso cementerio, y lo que nos parecen estrellas son, en realidad,
recuerdos que brillan con luz propia. Pero recuerdos muertos, al fin y al cabo.
Si miro aquel amor en la
distancia, su recuerdo se enciende como una estrella perecida en las noches de
soledad. Basta para soñar unos instantes; pero mirarlo es comprender, al mismo
tiempo, que su luz no tiene una existencia real, acaso nunca la tuvo. Tal vez,
siempre contemplé un recuerdo de algo que jamás viví. Quizá lo que se anunciaba
como una explosión se habría posado sobre la Tierra con un leve aleteo de
plumas desprendidas. Y entonces, hubiera comprendido que la luz o el incendio
se encontraban dentro de mí, no fuera.
Pero las cosas no realizadas,
los cuentos incompletos, los finales perdidos, forman un anhelado cementerio de
estrellas fallecidas en la conciencia. Y se encienden cuando la soledad nos
apaga por dentro.
Dico queda.¡Una pieza maestra! Parece claro que la literatura es tan inmensa como el Universo...
ResponderEliminarTal vez el Universo sólo sea literatura. Y aquí me pongo ya muy unamuniana...
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