viernes, 16 de mayo de 2014

Sueños en la Ciudad sin Nombre

"Girl at Piano", Roy Lichtenstein

Sé que no hay esperanza, 
pero te dije:                    
                        espera, 
con el único fin 
de envenenar la vida 
con la letal ponzoña de los sueños.  
Ángel González



Una niebla extraña rodeaba mis sentidos y anestesiaba mi capacidad de reflexión cuando pensaba en mi posible reencuentro con el Trapecista. Su muerte, su posterior resurrección junto a una guitarra eléctrica, aquel tren en aquella estación de la ciudad sin nombre en el que nos desvanecíamos…

“Voy a viajar a tu ciudad. Me gustaría verte”.

Me deleitaba releyendo su mensaje una y otra vez mientras cerraba los ojos e imaginaba el ámbar dulce de su mirada, las ondas suaves, como de espuma oscura, de su cabello, aquella voz melódica y encendida que, cuatro años después de su imposible muerte, continuaba resonando en mi cabeza igual que el rumor constante de las olas en una playa abandonada por la civilización. La posibilidad de volver a verlo aparecía barnizada de irrealidad, a pesar de aquel mensaje evidente, directo, preciso. Algo incorpóreo me gritaba que, en esta ocasión, nada sería distinto: una fuerza invisible haría que, en el momento de nuestro reencuentro, él o yo desapareciéramos de nuevo.

A medida que el día de su regreso se acercaba –un día sin tiempo, sin nombre, igual que la ciudad-, yo esperaba con ansiedad creciente un nuevo mensaje del Trapecista en el que concretara las condiciones de nuestro encuentro. Pero el día transcurrió y aquel mensaje no se produjo.

Por la noche, la melancolía me asfixiaba. Si el Trapecista había tardado cuatro años en viajar a mi ciudad, quién sabe cuánto tiempo tardaría en regresar a ella. Finalmente, a pesar de aquel mensaje, no había hecho siquiera el intento de verme. La terrible verdad me retaba a mirarla, desafiante, y, cuando lo hice, leí en su rostro que jamás volvería a ver al Trapecista, que aquella antigua despedida en Venecia fue, en efecto, el final de un cuento inconcluso.

Pero entonces, alguien me dio un paquete que el Trapecista, antes de marcharse de mi país, había dejado para mí. Mi corazón volvía a palpitar y mis pulmones respiraban, de repente, un aire nuevo, condimentado de ilusiones. El paquete escondía un álbum, lleno de fotografías suyas y mías, fotografías que narraban nuestras respectivas historias. Al final, había una carta escrita de su puño y letra, que leí solo por encima para poder hacerlo después, con más calma, paladeando cada frase y cada palabra como bocanadas de oxígeno asaeteado de lunas. Un extracto que alcancé a leer se me quedó engarzado en el corazón:

“No he podido olvidarte en estos años. Aunque hoy no nos hayamos visto, quiero que las cosas sean distintas a partir de ahora. Te escribiré, todos los días, si es necesario; creo que eres uno de los dos grandes amores de mi vida”.

Parecía imposible que aquel mensaje perteneciera al Trapecista. La felicidad que súbitamente me embargaba disfrazaba diminutos gramos de inquietud que, lenta pero efectivamente, fueron creciendo en mi conciencia. Entonces lo comprendí…

Supe que aquel álbum no era real. Supe que despertaría sin él, que descubriría que el Trapecista jamás había intentado ponerse en contacto conmigo. Como si mi pensamiento fuera una maldición, me bastaron unos segundos para despertarme en la estación de la Ciudad sin Nombre. A mi alrededor, trenes que no paraban y la ausencia densa, aguda, del Trapecista. El álbum había desaparecido.

Me senté en el suelo de la estación, rodeada de nadies. En un cuaderno escapado de ningún sitio, escribí unas palabras cuyo destinatario nunca leería:

“Tengo que soñar que te sueño y ni siquiera así consigo volver a mirar tus ojos”.


No me sorprendió que la estación fuera desvaneciéndose progresivamente. Era irreal, tanto como el álbum, como mi cuaderno improvisado, como la muerte del Trapecista. Como… ¿yo? Algo incorpóreo dentro de mí me gritaba que, al cabo de unos segundos, volvería a despertarme.