miércoles, 29 de abril de 2015

Ser o existir

Fotografía de Chema Madoz



¿Por qué tu visión fantasmagórica redondea los cálices de estas horas?
 
 
Alejandra Pizarnik



Hoy no existes, pero te he seguido por las galerías irreconocibles del tiempo y te he encontrado apoyado en una pared, como declaraste que jamás estarías. El viento de las cosas que no son agita tus rizos castaños, esos rizos que resultan inoportunos en medio de tu belleza anodina que, sin embargo, ejercía un magnetismo suave y constante sobre aquellos que se paraban a mirarlo.

Estúpido, arrogante, insensible; te ríes con esa carcajada rota, esa voz aguardentosa que se te queda demasiado grande, ese timbre capaz de producir revoluciones dentro de aquellos que se detenían a escucharlo. No en mí, desde luego. No ahora.

No; yo vengo desde un túnel invisible coronado de futuros. Allí no existes, ni siquiera como recuerdo. Existe algo parecido a ti: algo que tiene tus mismos rizos salvajes, tu misma voz rota, unos ojos castaños, ridículamente comunes y desestabilizadores, idénticos a aquellos que no solía mirar.

Y te llamo: “¡Teo!”. Te llamo porque quiero reírme de tu expresión cuando me veas llegar como una mariposa suelta que dejó de ser crisálida, oruga o sueño. Pero no me respondes; ni siquiera me escuchas, y eso es porque, en realidad, no existes, y yo me alegro, me río con una carcajada rota y sigo contemplándote, apoyado en esa pared, ignorando tu propio patetismo, con tu cuerpo frágil de adolescente deshecho.

“Teo”.

No quiero que me respondas: esa es la verdad. Ni quiero seguir allí, en ese instante, porque calculo que, dentro de unos segundos, saldré de la tienda y me daré de bruces contigo, y me quedaré apoyada en la pared, tratando de no mirarte, y entonces tú te reirás por lo ridículo de mi postura y me dirás que jamás te apoyarías en la pared de esa forma tan estúpida. Y mi cuerpo tierno de adolescente difuminada se encogerá imperceptiblemente, como si quisiera replegarse dentro de sí mismo. Era otro tiempo, una época en la que eras.

Pero tampoco entonces respondiste nunca cuando te llamaba. Aunque, en realidad, jamás te llamé. Tal vez fuera esa la razón por la que…

“Teo”. Pronuncio tu nombre en voz alta y se rompe un antiguo maleficio. Y me invaden unas ganas repentinas de volver al presente, pero, desde luego, no para buscarte allí.


Al fin y al cabo, no existes. Y yo ahora soy

viernes, 10 de abril de 2015

El sueño


"El sueño de la razón produce monstruos", Francisco de Goya


Que en las almenas grita, muerto, alguien
que yo toqué, dormido, en un espejo,
que yo, mudo, le dije...
No sé.
Explicádmelo.
 
Rafael Alberti

Me despertó una pequeña rasgadura: algo así como el roce levísimo de un objeto punzante sobre una tela. Abrí los ojos. Una figura estaba de pie junto a mi cama y se reía quedamente. Su rostro permanecía en penumbra, pero la débil franja de luz que emergía del hueco de la persiana me permitía vislumbrar el reluciente cuchillo que portaba en una mano. Traté de escapar, pero me hallaba detenida por una misteriosa y terrorífica parálisis. Mis cuerdas vocales tampoco respondían. Sin que pudiera evitarlo, la figura avanzó y esgrimió el cuchillo contra mi cuerpo, asestándome tres puñaladas en el vientre. El dolor comenzaba a nublarme los pocos sentidos que conservaba, pero tuve tiempo para contemplar cómo aquella persona depositaba el cuchillo, manchado de sangre, sobre mi mesilla de noche. Entonces, inclinó el rostro sobre la franja de luz que proyectaba la ventana y pude distinguir sus facciones.

Era yo misma, pero con una sonrisa capaz de detener el pulso del mismísimo Diablo.
.

Abrí los ojos. La pesadilla había resultado tan vívida que hubiera podido jurar que el dolor era real. En mi dormitorio no había ni rastro de aquel clon maligno, aquel demonio que tenía mi misma cara. La luz de la luna emergía del hueco de la persiana. Tenía una sed terrible. Cuando fui a incorporarme, noté que había un objeto reluciente sobre la mesilla de noche. El cuchillo ensangrentado.


Fue entonces cuando me di cuenta de que el colchón estaba húmedo, y de aquel dolor punzante que se extendía por todo mi cuerpo, por mi cordura…

miércoles, 8 de abril de 2015

El paraguas


Es un cuerpo vacío;
Vacío como pampa, como mar, como viento,
Desiertos tan amargos bajo un cielo implacable.
 
Luis Cernuda


Hay veces en las que nos asaltan intuiciones inexplicables que, sin embargo, siempre resultan acertadas. A menudo, el mero planteamiento parece un absurdo, pero existe un entramado más profundo y complejo, latente, palpitando bajo la corteza de lo anecdótico. Algo así tuve ocasión de experimentar hace unos días, y todavía no consigo vislumbrar el proceso lógico que se oculta tras estos hechos.

Era una tarde gris perdida en una ciudad aún más gris. Alisa, concentrada y taciturna, me guiaba por las calles mojadas de lluvia, hasta que entramos en unos grandes almacenes asiáticos.  Mi amiga tenía un ataque de gula feroz y comenzó a arramplar con todas las golosinas que se cruzaban a su paso, incitándome para que yo hiciera lo mismo y así pudiéramos degustarlas juntas más tarde, viendo una película en su casa. Mi presupuesto era limitado y no conseguía decidirme entre una bolsa de patatas o una de caramelos y demás chucherías. ¿Chocolatinas? ¿Helado? Entonces lo vi.

Estaba plegado sobre un mostrador, reluciente y anhelante, de un rosa chicle endemoniadamente perfecto, con caras de Hello Kitty dibujadas sobre la tela. Un paraguas. Un paraguas ideal, según podía apreciar. Hacía ya muchos meses que había perdido mi último paraguas, que me había acompañado durante doce años desde que una compañera de clase me lo regalara en mi duodécimo cumpleaños. Era verde y su destino final había sido una cafetería donde me lo dejé olvidado, confirmando mi despiste crónico. La larga convivencia con aquel paraguas verde resultó casi perfecta. Y digo “casi” porque le fallaba el color. Era un verde chillón, liso, demasiado simple. Desde siempre, he sido muy perfeccionista en cuestión de paraguas. Jamás me sentí totalmente satisfecha con el verde, así que intenté sustituirlo en alguna ocasión, pero nunca resultó. Todavía recuerdo aquel paraguas rojo, tan bonito, que me arrancó el viento una tarde paseando por la Gran Vía, con tan mala suerte que un coche lo atropelló…

Pero no nos desviemos de la historia. El caso es que, como he dicho, soy muy perfeccionista en cuestión de paraguas y, desde que perdiera el último, no he encontrado todavía uno que me satisfaga por completo hasta el punto de decidirme a comprarlo, y sobrevivo con paraguas peregrinos, pasajeros, que me llenan de desazón, porque siempre fallan en algún punto que considero crucial, como el color, el estampado o el hecho de no tener un sistema de apertura automático –el famoso botoncito, gracias al cual una no se pilla los dedos-. Por eso, cuando vi aquel paraguas rosa, con caras de Hello Kitty y apertura automática, experimenté una creciente euforia que poco a poco me envolvía. Mi corazón me gritaba que aquel era el Paraguas. Sin embargo -y aquí entramos en el terreno inconcreto e inexplicable de las intuiciones que señalaba al comienzo de este relato- otro sentimiento, más sombrío y profundo, me ponía en alerta, como si en aquel objeto existiera también algo siniestro.

Ignorando la intuición, decidí gastarme todo el dinero que llevaba en el paraguas rosa, abandonando de paso el plan de golosinas y películas que me ofrecía Alisa. Realmente, necesitaba ese paraguas: poseerlo se había convertido, en cuestión de minutos, en una auténtica obsesión. En cuanto fue mío, regresé a casa, guiada por una fuerza inexplicable.

Lo primero que hice fue enseñárselo a mi madre, muy orgullosa de mi nueva adquisición. Ella, sin embargo, lo abrió y cerró varias veces y, de repente, hizo algo que no me esperaba: le retiró una capa de tela, descubriendo que aquel rosa con caras de Hello Kitty no era más que una funda. El verdadero color del paraguas era un tono violáceo, liso, sin rastro de estampado ni de detalle alguno. Mi madre lo abrió de nuevo y me dijo, con su habitual sinceridad:

-¿De verdad te has gastado todo ese dinero en esto? No me gusta nada.

Guardé silencio, porque empezaba a darme cuenta de que a mí tampoco me gustaba. ¿Por qué lo habría comprado? Lo cierto es que el nuevo color me resultaba horrible, y me podría haber dado cuenta del detalle de la funda. Además, continuaba teniendo aquella extraña sensación de alerta.

 Abandoné el paraguas en la cocina. A la mañana siguiente, lucía un sol magnífico y no necesité llevarlo conmigo al trabajo. De regreso a casa, la cocina estaba iluminada por la luz de la tarde y el paraguas morado permanecía abierto sobre la mesa. Junto a él, mi madre caminaba de un lado a otro. Llevaba puesto un vestido blanco y había en su figura algo etéreo e irreal. No le distinguí el rostro en ningún momento. Una punzada de miedo golpeó mi corazón, y atravesé rápidamente el pasillo, llamando a voces a mi madre. Salió de su dormitorio, con pantalones vaqueros y una chaqueta negra.

-¿Se puede saber qué pasa, hija?

La arrastré hasta mi habitación, mirándola con terror.

-Mamá, hace dos minutos estabas en la cocina con un vestido blanco que nunca te he visto.
-Qué va, ¡pero si no he pisado la cocina desde hace una hora!

Su confesión se vio interrumpida por unos fuertes ruidos provenientes del pasillo. Me quedé en tensión, notando retumbarme el corazón en las paredes del pecho. Cuando volví a mirar a mi madre, se había convertido en gato, pero eso, por algún motivo, no me extrañó. De repente, por la puerta de mi habitación vi pasar a mi madre, a mi falsa madre, con aquel vestido blanco y portando entre sus manos el paraguas. Miré a mi verdadera madre-gata, y ella abrió mucho los ojos, indicándome que también la había visto y que se encontraba tan aterrorizada como yo.

Cogiendo entre los brazos a mi madre-gata, crucé el pasillo y llegué hasta la puerta principal. Iba a abrirla para escapar cuando, de improviso, salió mi padre del salón y nos miró, de hito en hito. Por el pasillo ya avanzaba aquella sombra blanca que se parecía a mi madre.

-Papá, este gato es mamá, y ella, ella…


Se me quebraba la voz. La notaba pastosa y pesada, como una rueda de carro encallada en el barro. Me había quedado paralizada: no conseguía hablar ni moverme. Mi padre y mi falsa madre también se habían detenido. Y yo sabía que todo, todo aquello estaba ocurriendo por culpa del paraguas y por mi terrible decisión de no hacer caso a las intuiciones…