Tormento, tormento... Le gusta quizá demasiado esa palabra. Se complace quizá en su propio tormento, le acaricia y le da vueltas en la luz para ver cómo la ensombrece...
Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título
Y si no pasa nada en el día a
día, tienes que inventarlo: construir una idealización sencilla, a la que
acogerte cuando esa nada amenaza con devorarte, y cerrar los ojos para que la
ilusión no se desvanezca, mientras acecha la aplastante conciencia de que aquello
no es más que una idealización a la que tu alma hambrienta de tragedia y de
lírica te ha conducido. En el límite emocional es donde empiezas a sentirte
viva, donde escuchas los latidos de poesía que se habían desvanecido con el
invierno, y tu corazón vuelve a bombear versos y la acuciante necesidad de
escribir va invadiendo lentamente tu sangre, tu aliento, tu cordura.
Es en el límite donde te
sientes viva. Es la antigua adicción al tormento.
Tormento. Y vuelves a vivir y
a despertarte terremotos en los labios, a sonreír sin motivo aparente, a
dejarte sacudir por la ansiedad de una acción diminuta que te obsesiona y que
te tortura, arrastrándote por los mares infinitos de tu propia inseguridad.
Cómo has podido permanecer
tanto tiempo lejos del límite.
Pero eso se llama jugar con
fuego; podríamos definirlo como un “suicidio sentimental”, y ahora estás en el
borde del precipicio y la más leve brisa podría desestabilizarte, derrumbarte.
Y si resulta que no es brisa,
sino ventisca, como ésta, como el frío que de pronto te atraviesa y pone tu
mundo patas arriba, y podrías sonreír con resignación, pero no lo haces, no lo
haces: te hundes, te exilias hasta el último subsuelo, sientes cómo la vida te
abandona por momentos y eres consciente de que tienes en parte la culpa, por
haberte dejado llevar, de nuevo, por esa atracción hacia el abismo que precisas
para sentirte viva. Ese suicidio sentimental que consiste en construir deseos
imposibles, ambiciones lejanas como nubes; quizá por seguir, siempre por
seguir, por aferrarte a una ilusión que acabará contigo misma, pero que a la
vez es fuente de tu fortaleza: es el motivo de que todavía existas con esa
razón de ser que ata tu alma a la poesía.
Y cuando crees que toda la luz
te ha abandonado, de repente los ves a Ellos, siempre Ellos: tomándote en sus
brazos, enjugando tus lágrimas, devolviéndote a tus días de niña, cuando nada
era tan complicado, cuando encontrabas el tormento necesario en un día nublado,
en una muñeca que te sonreía, altanera, desde el otro lado del escaparate; en
una derrota en el parchís; en el progresivo desvanecimiento del carrusel de las
ferias, tras aquellos escasos cinco minutos de rigor en los que eras una
princesa a lomos de su corcel y el universo giraba a tu alrededor y Ellos
agitaban el brazo desde la orilla de lo terrenal.
Ellos, los responsables de que
jamás te hayas dejado absorber del todo por el abismo, de que el límite haya sido siempre el límite y no el final. Ellos, la única seguridad en este mundo de sombras
incompletas, de disfraces. Y te dicen que eres como el ave fénix, que renaces
de tus cenizas después de haberte incendiado, de haber descendido hacia la nada
más terrible y más devastadora. Puedes arder y después recomponerte con acordes
nuevos de vida, y eso que eres agua, eres agua porque puedes pasar por todos
los estados emocionales en solo unas horas, cambiar y conservar tu remota
esencia. Sí, eres agua. Y eres fénix.
Dramática. Siempre lo has
sido. Pero lo consideras un adjetivo demasiado simple para expresar todo lo que
tratas de expresar. Tus muertes sucesivas, tus renacimientos. Como gatos
concatenados, infinitos, que siempre acaban cayendo de pie.
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