miércoles, 24 de junio de 2015

Derecho al naufragio

"Nimbus", Berndnaut


Estoy cansado del estar cansado.
(Luis Cernuda)
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De nada sirve llorar, y jamás tus motivos serán lo suficientemente justificables para hacerlo. Pero a veces cuesta ignorar que el viento es muy alto y que la barca donde bogan tus sueños está construida con materiales demasiado frágiles, demasiado vulnerables ante la feroz melancolía.

Y te cansas de estar cansada, como el poeta. En esos instantes, el látigo de la realidad se agita, impasible, sobre todos los azules del mundo, que tienen una triste y perversa tendencia a desvanecerse. Sin embargo, la oscuridad nunca se marcha. Los colores sombríos solo son eclipsados momentáneamente por la luz, pero siempre perviven de manera latente. Las nubes los atraen. A veces, no son necesarios motivos concretos para que la barca comience a zozobrar. Para que las fuerzas te abandonen y sueltes el cabo que hasta entonces habías sujetado con la ilusión de que un día el viento dejara de perseguir tu frágil embarcación. Y ya dijo Ángel González que las ilusiones están hechas con materiales muy poco consistentes.

Es el precio de la utopía, la otra cara del idealismo. No tienes derecho a la tristeza: posees tantas razones por las que sentirte dichosa… Pero a veces. A veces. Esas veces en las que sientes que tu sombra podría envolver a cualquiera que te mirase a los ojos, arrastrándolo a tu naufragio.


No; no tienes derecho a la desesperanza. Pero lo bueno de ésta es que siempre se acaban marchando las nubes y entonces descubres que las personas tenemos algo de aves fénix y de repente eres consciente de que, en realidad, no llegaste a soltar del todo el cabo que mantenía atado tu sueño. Y te repites aquellas palabras que dijo Escarlata O’Hara después de que su mundo se desmoronase: “Mañana será otro día”.

miércoles, 17 de junio de 2015

Summer in blue

Santorini (Grecia)

I love you, the best… 
Better than all the rest 
that I meet in the summer, 
indian summer… 

Jim Morrison


Anochecía dentro de un mojito de Huertas. El aire olía a verano y yo llevaba unas sandalias altas, demasiado altas para resultar cómodas. Escucho un tintineo de copas y una música alegre y comercial que no acababa de ajustarse a mis oídos. Revivo aquellas sensaciones sin recordar quién me acompañaba: tal vez se trate de un recuerdo fingido que enmascara mi hambre voraz de verano.

Porque el verano es esa estación azul en la que todo se hace posible, aunque a veces los acontecimientos se asemejen mucho a los sueños y terminen antes de abrir los ojos y acostumbrarse a su realidad: septiembre difumina sus bordes y siempre nos acaba devorando.

Recuerdo aquel verano de 2009. El aire de Estambul me envolvió en su magia infinita y olorosa de especias, situando mi vida en el umbral de la incertidumbre y de los corazones zozobrantes que habría de engullirme en todos los veranos posteriores. Yo era muy niña y no sabía que un beso puede ser también una esponja viscosa que absorbe la dulzura de todos los cuentos con los que nos durmieron en días remotos como golondrinas evaporadas.

El siguiente fue un verano con olor a tormenta. Seguía siendo muy niña y, sin embargo, ya tenía el pecho sobresaltado de emociones. Creía que el azul me había abandonado y, sin embargo, regresó en forma de islas griegas, con acordes italianos, que se morían al atardecer en ondas añiles. Amores tan platónicos que se quedaron a vivir en mis versos, amenazando con no marcharse jamás, que todavía a veces encuentro, ya borrosos y frágiles, separados de lo real.

Otro año, me desdibujé por las anchas avenidas de un París de bohemias extraviadas y me perdí por el laberinto del País de las Maravillas sin poder encontrarme. Tal vez por eso acabé saltando al vacío en los veranos posteriores, creyendo en la combustión inevitable de todas las estrellas, ennegreciendo los azules de mi pecho… hasta volver a encontrarlos intactos una noche imprevisible de julio en la que regresaron todos los cuentos borrados por los besos que no debieron ser.

Este año, el frío empaña las primeras esquinas del verano. Pero acabará llegando en su disfraz añil, dulcificando nuestros huesos y perfumando los aires de vestidos blancos. Qué nuevas aventuras nos aguardan en los campos sinuosos de julio, rastrillados de luceros…

Me quedaría a vivir en alguna tarde de verano infinita, en ese momento en el que luchan en el horizonte los celestes y los lilas y la vida parece suave, muy sencilla, ligera como los vestidos blancos, fría como la arena de la playa al anochecer. Se para el tiempo y naufraga lentamente, y en los restos de sol hallo valses caídos que apagan en silencio el miedo.