"Girl at Piano", Roy Lichtenstein
Sé que no hay esperanza,
pero te dije:
espera,
con el único fin
de envenenar la vida
con la letal ponzoña de los
sueños.
Ángel González
Una niebla extraña rodeaba mis
sentidos y anestesiaba mi capacidad de reflexión cuando pensaba en mi posible
reencuentro con el Trapecista. Su muerte, su posterior resurrección junto a una
guitarra eléctrica, aquel tren en aquella estación de la ciudad sin nombre en
el que nos desvanecíamos…
“Voy a viajar a tu ciudad. Me
gustaría verte”.
Me deleitaba releyendo su
mensaje una y otra vez mientras cerraba los ojos e imaginaba el ámbar dulce de
su mirada, las ondas suaves, como de espuma oscura, de su cabello, aquella voz
melódica y encendida que, cuatro años después de su imposible muerte, continuaba
resonando en mi cabeza igual que el rumor constante de las olas en una playa
abandonada por la civilización. La posibilidad de volver a verlo aparecía
barnizada de irrealidad, a pesar de aquel mensaje evidente, directo, preciso.
Algo incorpóreo me gritaba que, en esta ocasión, nada sería distinto: una
fuerza invisible haría que, en el momento de nuestro reencuentro, él o yo
desapareciéramos de nuevo.
A medida que el día de su
regreso se acercaba –un día sin tiempo, sin nombre, igual que la ciudad-, yo
esperaba con ansiedad creciente un nuevo mensaje del Trapecista en el que
concretara las condiciones de nuestro encuentro. Pero el día transcurrió y
aquel mensaje no se produjo.
Por la noche, la melancolía me
asfixiaba. Si el Trapecista había tardado cuatro años en viajar a mi ciudad,
quién sabe cuánto tiempo tardaría en regresar a ella. Finalmente, a pesar de
aquel mensaje, no había hecho siquiera el intento de verme. La terrible verdad
me retaba a mirarla, desafiante, y, cuando lo hice, leí en su rostro que jamás
volvería a ver al Trapecista, que aquella antigua despedida en Venecia fue, en
efecto, el final de un cuento inconcluso.
Pero entonces, alguien me dio
un paquete que el Trapecista, antes de marcharse de mi país, había dejado para
mí. Mi corazón volvía a palpitar y mis pulmones respiraban, de repente, un aire
nuevo, condimentado de ilusiones. El paquete escondía un álbum, lleno de
fotografías suyas y mías, fotografías que narraban nuestras respectivas
historias. Al final, había una carta escrita de su puño y letra, que leí solo
por encima para poder hacerlo después, con más calma, paladeando cada frase y
cada palabra como bocanadas de oxígeno asaeteado de lunas. Un extracto que
alcancé a leer
se me quedó engarzado en el corazón:
“No he podido olvidarte en
estos años. Aunque hoy no nos hayamos visto, quiero que las cosas sean
distintas a partir de ahora. Te escribiré, todos los días, si es necesario;
creo que eres uno de los dos grandes amores de mi vida”.
Parecía imposible que aquel
mensaje perteneciera al Trapecista. La felicidad que súbitamente me embargaba
disfrazaba diminutos gramos de inquietud que, lenta pero efectivamente, fueron
creciendo en mi conciencia. Entonces lo comprendí…
Supe que aquel álbum no era
real. Supe que despertaría sin él, que descubriría que el Trapecista jamás
había intentado ponerse en contacto conmigo. Como si mi pensamiento fuera una
maldición, me bastaron unos segundos para despertarme en la estación de la Ciudad
sin Nombre. A mi alrededor, trenes que no paraban y la ausencia densa, aguda,
del Trapecista. El álbum había desaparecido.
Me senté en el suelo de la
estación, rodeada de nadies. En un cuaderno escapado de ningún sitio, escribí
unas palabras cuyo destinatario nunca leería:
“Tengo que soñar que te sueño
y ni siquiera así consigo volver a mirar tus ojos”.
No me sorprendió que la
estación fuera desvaneciéndose progresivamente. Era irreal, tanto como el
álbum, como mi cuaderno improvisado, como la muerte del Trapecista. Como… ¿yo?
Algo incorpóreo dentro de mí me gritaba que, al cabo de unos segundos, volvería
a despertarme.