Roy Lichtenstein
Ceci n'est pas une pipe.
René Magritte
Él era el prototipo clásico de
artista fracasado: un pintor de talento –al menos, a mí me lo parecía- que no
había tenido suerte y que se vio obligado a dar clases para ganarse la vida y a
tratar su pasión, la pintura, como una afición menor. Como profesor, era
realmente bueno, el mejor que he tenido en toda mi vida. Amable y con una
paciencia infinita, jamás lo escuché gritar a ningún alumno. Llegaba a clase y
nos preguntaba qué tal iba la mañana. Enseguida, nos hablaba del iracundo
temperamento de Miguel Ángel, de la amistad tormentosa entre Van Gogh y
Gauguin, de la osadía de Goya al pintar un desnudo en plena época de la
Inquisición y también de la chica de Lichtenstein, por supuesto: aquella chica
que, según nos aseguraba, estaba inspirada en el mito trágico de la rubia
Marilyn Monroe. La asignatura también incluía arquitectura y escultura, pero
Enrique se centraba de una forma casi descarada en la pintura: con él
aprendimos a perdernos por los azules y los rosas de Picasso, los negros de
Velázquez y Goya; nos desintegramos entre la bruma ignota de Turner y nos
reímos de la entrañable obsesión de Dalí por la teoría de los átomos. Teléfonos
con forma de crustáceo y pipas que no podían ser pipas, porque Magritte había
preferido jugar con el observador y darle una bofetada de irrealidad. A menudo,
en sus clases, me parecía encontrarme frente a aquel precipicio nublado de
Caspar David Friedrich, bajo un cielo adornado con las pinturas de la Capilla
Sixtina del que brotaban estrellas postimpresionistas.
(Adelanto de un nuevo proyecto, aún sin título...)