Paseaba con un dejo de azucena que piensa,
casi de pájaro que sabe que ha de nacer.
Rafael Alberti
Es lo opuesto al miedo. Es el
caminar por las calles del invierno sintiendo bailar el alma, sonreír las cosas
más vulgares, como la luz de un semáforo o el envoltorio vacío de un caramelo
que el viento juega a deslizar sobre la acera. Junto a él pasan centenares de
piernas ciegas, de historias ajenas. Ninguna lo comprende. Hay una especie de
intimidad entre tú y ese envoltorio ignorado y te sumerges en ella, brillando
por dentro más que los guiños luminosos del semáforo.
He pasado toda mi vida
buscando el equilibrio. Hubo un tiempo en el que olvidé cómo bailar y la calle
era un nido enemigo, un campo de minas. Estudiaba los rostros con ansiedad,
huyendo, ignorando los centenares de envoltorios de caramelos que cruzaban la
acera bajo mis piernas, empujados por el viento. Mi alma estaba desordenada y
naufragaba cada día, cada hora, cada microsegundo en el miedo. En el terrible
miedo que todo lo marchita.
Fue necesario hundirme muy
profundo para volver a despertar después de la tormenta. Entonces, el mundo se
vestía de colores nuevos y hasta me parecía saborear el olor que deja la lluvia
en el viento. El mismo viento que juega a deslizar los envoltorios ignorados.
El equilibrio no es
equivalente a la perfección. La vida me parece un puzle en el que siempre queda
una pieza, o varias, por encajar, y después de construir una parte, hay otra
que se desmorona. Algo que falla. Pero eso no es el equilibrio.
Mi vida dista mucho de ser un
puzle completo. Sin embargo, hoy puedo pasear por el invierno sin mirar cada
rostro con el que me cruzo; perdiéndome en el suelo, o en el cielo, porque los
envoltorios vacíos de caramelos comparten una misteriosa afinidad con las
estrellas que los atardeceres desperdigan por el firmamento. Puedo sonreír y
experimentar una indiferencia absoluta ante el hecho de que los transeúntes se
fijen o no en mi sonrisa, me tomen por una loca o por la más encantadora de las
criaturas. La sonrisa no es para ellos: es para mi alma, para los envoltorios o
las estrellas.
Hay incluso una clase más
elevada de equilibrio: la que se encuentra en un abrazo. No en un abrazo
cualquiera, desde luego, sino en el de alguien que pueda comprender con
naturalidad tu misteriosa afinidad con los semáforos, los envoltorios
abandonados o los astros. Y eso, más que cualquier otra cosa, constituye el tan
añorado equilibrio.