Volved, volved a mí
todas aquellas cosas que no fuisteis.
(Rafael Alberti)
Mientras cae la noche de
diciembre, el Trapecista entona con su instrumento unas notas de adiós. Yo me
detengo en sus ojos dulces y soñolientos, en el cabello oscuro y engominado, en
aquella boca levemente abierta, tensionada a causa de la concentración.
Ríos de vidas inexploradas se
desbordan ya por los canales, y pienso que sería extraño regresar allí alguna
vez. O quizá nunca me he marchado del todo. Al fin y al cabo, la Ciudad Sin
Nombre era solo una proyección de aquel adiós infinito cuajado de máscaras y de
soles que sobrevenían a noches de insomnio. Era la sombra de otra ciudad real a
la que un día quise llegar para reencontrarme con el Trapecista y romper de
cuajo la maldición de nuestro lírico adiós. Pero la ciudad se quedó sola antes
de que pudiera decidirme.
En mis sueños se transformó en
la Ciudad Sin Nombre: una estación gris de dónde partían trenes que nunca
llegaban a ningún sitio. Y yo me limitaba a esperarlos, pensando tal vez que me
conducirían a la ciudad de los canales, donde todo terminó para empezar.
Un día, me marché para siempre
de la Ciudad Sin Nombre, dando la espalda a todos los recuerdos. No imaginé que
la tristeza me empujaría de nuevo hacia sus puertas, cerradas ahora para mí. Ya
no se escucha desde fuera el rumor de los trenes imposibles y todo parece
apagado, en la distancia. La Ciudad Sin Nombre se deshace en un sueño sin
tiempo y su propia irrealidad se muere. Y aunque quisiera, no podría regresar.
El Trapecista, apenas un
recuerdo frágil, una fotografía a la que todavía puedo aferrarme, es todo lo que
me queda de aquella Ciudad, y de la otra. Lo escucho pulsar las cuerdas,
elevando en el aire las notas dulces de una canción que jamás ha existido. Se despide,
esta vez de verdad. Pero yo solo me pregunto si no será aún muy tarde para
volver a soñarlo.
............................................................................................................