"Pero terminó la niñez y caí en el mundo."
Luis Cernuda
La otra noche soñé con Benito,
el canario de mis abuelos. Estaba en su vieja jaula de entonces, aquella verde
y amarilla con forma de casita. En el sueño, Benito era amarillo, mucho más
amarillo que en la realidad, si lo comparo con las fotos de esa época. Era de
un amarillo que casi se confundía con el blanco, como la falda de Blancanieves
en la película de Disney. Supongo que, en los sueños, todo se vuelve más
etéreo: todo tiende más al blanco o al negro. Luz u oscuridad. Fantasmas o fantasmas, y no es lo mismo.
Era Benito y estaba en su
jaula, pero terriblemente inmóvil. Su cuerpo diminuto sobresalía de un montón
de tierra que casi llegaba al techo de la jaula. Mi madre la había sacado de
uno de los armarios que hay en la casa del pueblo y todos sabíamos que estaba
muerto desde hacía muchos años, por lo que se hallaba en un estado de
disección. Yo acariciaba mecánicamente su cabecita, mientras me miraban sin
verme sus ojillos negros. Al poco tiempo, mi madre volvió a enterrarlo bajo el
montón de tierra de la jaula, tal vez para preservarlo del paso del tiempo.
He vuelto a recordar, por todo
esto, los tiempos en los que Benito cantaba desde su jaula y yo me dedicaba a
imitar su canto. Lo tenía muy perfeccionado. Benito fue bautizado con ese
nombre como homenaje a un pato que se llamaba así, que tuvieron mi madre y mi
tío cuando todavía vivían en el pueblo. Después de trasladarse a Madrid fue
cuando el canario Benito apareció en sus vidas. Pasó muchos años cantando y
dando saltitos en su minúsculo mundo enrejado.
Un día Benito dejó de cantar y
empezó a acurrucarse en las esquinas de la jaula. Erizaba las plumas y parecía
como si hubiera engordado mucho de repente. Mi abuelo levantaba la falda del
brasero y colocaba la jaula cerca, para que el calor alcanzara al pajarillo. Murió
al poco tiempo, y así conocí la muerte, de aquella forma tan ingenua y tan
sutil.
Habiendo traspasado ya el
umbral de la adolescencia, bauticé a un conejo con el nombre de Benito. Murió dos
años después, tras comerse una planta venenosa.
Benito el pato, aquel primer
Benito, no llegó a morir. Voló un día, después de que sus dueños se hubieran
marchado del pueblo y lo hubiesen dejado con un amigo. Voló y nadie volvió a
verlo jamás. Me cuentan que era un ánade real, un macho de cabeza verde y
cuello anillado, que seguía mansamente a sus dueños, como si fuera un perro. Voló
llevándose su secreto. Y su nombre habitó el alma de aquel canario que puebla
los recuerdos de mi infancia, de ese conejito a quien –para su desgracia-
enseñé a abrir la puerta de la jaula, tentándole con una zanahoria. La abrió
por última vez una tarde en que nos marchamos al cine.
Pero Benito, aquel primer
Benito, permanecerá para siempre en su leyenda azul de inmortalidad. Porque nadie
lo vio cerrar los ojos.