Dos arlequines, Salvador Dalí
.
(Invade la escena la voz del Narrador. Es una voz azul con ramilletes
fríos de témpanos. Es una voz atragantada en el cuello de un cisne. Mientras,
se escucha un vals.)
NARRADOR - Era una tarde
cualquiera de sol, de uno de esos soles que se esconden en las esquinas últimas
de la primavera. Ella salía del trabajo con dos compañeras cuyos cuerpos
difusos emanaban tintes fantasmagóricos. Entonces, lo vio.
Él sonreía, apoyado en un
muro, con su polo rojo, el polo rojo que se adhería a su sonrisa cuando se
cerraban los ojos para evocarlo. La miraba directamente, a Ella. Le dedicaba
sus labios. En algún momento, sus cuerpos se aproximaron y Él la estrechó en
sus brazos y Ella pensó que la besaría en ese mismo instante, pero la idea
resultaba tan absurda y tan improcedente, y Él parecía sumido en una actitud
tan espontánea, tan libre, que Ella se apresuró no a darle un beso, sino a estamparle dos en las mejillas.
El Tiempo dejó de importar. Lo
que antes era un mundo se convirtió en una circunstancia poco relevante. Los
secretos, la necesidad de aparentar, se habían desvanecido como los cuerpos
difusos de las fantasmagóricas muchachas que se alejaban camino al río. Se
internaron en un túnel oscuro y los dos continuaban sin hablar, aunque Él
seguía sonriendo, exaltado, y Ella comenzaba a acostumbrarse al pensamiento de
que esa sonrisa era solo suya.
Al día siguiente, Ella salía
de nuevo del trabajo, junto a las dos jóvenes imposibles y una botella de agua
que sujetaba en las manos. Allí estaba otra vez Él, con su polo rojo y su
sonrisa limpia y absurda, y no esperó para correr hacia la muchacha y levantar
su cuerpo ligero y hacerla reír, con el sol levantando destellos dorados en su
risa. Ella ya se sentía casi segura, aunque un íntimo y oscuro presentimiento
le susurraba que iba a perderlo, a su Amor. Que nada había sido real.
Se despidió de Él con una
mirada que sonreía y subió al carruaje donde esperaban sus compañeras de
trabajo, que la estudiaban gravemente. Una de ellas, la más aguda, le advirtió:
“El tapón de la botella; no te lo ha devuelto. Has olvidado pedírselo”. Ella
miró la botella y comprobó que, en efecto, el tapón seguía con Él. “No importa,
así tengo una excusa para encontrarme con Él mañana”.
El tapón de una botella puede
ser importante, hasta el punto de desequilibrar universos y dar vueltas de más
al reloj de la vida. Puede tratarse de un mínimo error que conjure el aleteo de
una mariposa suficiente para provocar un terremoto.
El carruaje se detuvo antes de
ponerse en marcha. Los rostros de sus compañeras se paralizaron en una mueca
tenebrosa y, allá lejos, apoyado en el muro, Él permanecía estático como una
estatua de sal. Ella salió del carruaje y caminó unos pasos hacia él y vio su
sonrisa congelada colgando de sus labios, la sonrisa que ya no le pertenecía. El
mundo se había detenido.
(Calla de repente la voz del Narrador. Una luz espectral los sacude a
todos con su látigo de luna y Ella cae al suelo, desvanecida para siempre.
Entonces aparecen un Payaso y un Arlequín extraídos de una obra de García
Lorca.)
PAYASO – Una música.
ARLEQUÍN – De años.
ELLA (Despertando para siempre) – Entonces, nada ha sido real, ¿verdad?
PAYASO – Si lo hubieras
besado.
ARLEQUÍN – Si lo hubieras
hecho, no sería necesario representar esta pantomima en la que el Tiempo juega
a disfrazarse.
ELLA – Pero es que yo no lo
quiero.
PAYASO – No importa; tienes
que pensar en la Literatura.
ARLEQUÍN – En la Literatura,
siempre.
ELLA - ¿Os habéis fijado en su
sonrisa? Podría haber estado dedicada a un pájaro o a un trozo de suspiro
muerto.
PAYASO – Pero era para ti;
este era tu cuento.
ARLEQUÍN – Podrías haberte
quedado en este cuento para siempre.
ELLA – “Siempre”. Es una
palabra que me persigue y a la que nunca alcanzo.
(El vals es sustituido por unos acordes circenses. Súbitamente explota
la escena como un globo pinchado y se aleja flotando por el mar.)