Fotografía de Chema Madoz
Nos llamamos como nos llaman.
Miguel de Unamuno
Otra vez se me enciende la
noche, y yo sin darme cuenta. Flotan las ideas como posos marchitos de café y,
de nuevo, me encuentro con la incapacidad para plasmarlas en un papel que me
devora con su blanco.
No; es el tiempo quien me
devora. Me siento como el Conejo Blanco con su eterno reloj de bolsillo,
avanzando por ese país maravillosamente maldito de la Lingüística. Persiguiendo
un sueño sin garantías de éxito. Entregando mi último aliento a ese sueño que
nadie podría asegurarme. El viento baila tras mi ventana y yo aquí, cercenada
de la vida, atada al reloj y deshojando meses del calendario.
Se me agota también la poesía.
Y sin ella, me convierto en un ser emocionalmente vulnerable, más que de
costumbre. Dialogo en silencio con todos los muertos, y con los vivos que
decidieron un día borrarme de su existencia. Ahora se han convertido en
potenciales personajes de alguna de mis hipotéticas novelas, esas que se
deslizan por los días furtivos de un futuro en el que yo tendré tiempo de
escribirlas.
¿Y qué haré contigo? ¿Te
presentarás ante mí, como un Augusto Pérez cualquiera, a exigirme que modifique
el guión preconcebido? No quisiera matarte. Pero tampoco iba a dejar que te
suicidaras, ¿entiendes? Si solo me quedas como personaje, no me puedo permitir
perderte también en la ficción. En la ficción que tal vez nunca sea escrita. Y tú
siempre exigiendo, increpándome, humillándome. ¡Y eso que todavía no he
empezado a escribir tu hipotética novela! Oficialmente, no existes ni como
personaje; pero ya tratas de manipularme. Creo que hemos superado los límites
no solo de la novela, sino también de la nivola.
Pensaré en un nuevo término. O,
sencillamente, en cómo olvidarte. Pero eso resulta de todo, menos sencillo.
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