"Evening Train To Hawthorn", Tom Roberts
allí,
en la esquina más negra del desamparo, donde
el nunca y el ayer trazan su
cruz de sombras,
los recuerdos me asaltan.
Ángel González
Cuatro años más tarde,
desperté dentro de aquel tren, por lo que deduje que, finalmente, había acabado
subiendo. No recordaba ya al inalcanzable Lorenzo, pero sí a ese espectro de
sueño irreal, perfecto, que había esperado tantas veces en la estación de la Ciudad
sin Nombre. El Trapecista.
La última vez que estuvo
frente a mí, íbamos a subir juntos al tren, pero su figura se desvaneció y yo
terminé despertando. Esperé tantas veces después, en aquella estación. No
recuerdo si él había muerto, pero sí estaba segura de que, en su mundo, yo no
existía. De ahí su perfecta irrealidad, tan exquisita, por otro lado.
Esperé tantas veces en aquella
estación. Cuando la realidad me daba la espalda y necesitaba una historia en la
que descargar el torrente de sentimientos que me atenazaba las entrañas.
Esperé… Algunos días, dormida; otros, escapando de mi despertar. Me atrevía a
soñar con una continuación para aquel final perfecto, redondo, dramático, a la
altura de la despedida de Rick e Ilsa en Casablanca. No he regresado a Venecia
porque no quiero hacerlo sola, porque conservo aquella despedida en la Piazza
San Marco y la esperanza de que la
canción de Aznavour no se cumplirá…
El Trapecista estaba a mi
lado, en aquel vagón, sonriéndome con su mirada dulce y ambarina, cuajada de
picardía infantil, rematada ésta por las cejas finas, expresivas. El cabello,
negro azabache, le había vuelto a crecer y se lo sujetaba tras las orejas.
Algunos mechones rebeldes resbalaban por su rostro como espuma oscura, poniendo
un broche a su espontánea belleza. La misma camiseta que recordaba y la voz
cálida que me llamaba por mi nombre. Una parada y aquel ofrecimiento de pasear
juntos antes de regresar al tren. Su mano en la mía, con tanta naturalidad,
como si fuera lo esperado después de cuatro años. Al fin era real. Apretaba su
mano y no se desvanecía. El paisaje a nuestro alrededor carecía de importancia,
porque caminábamos por un camino, por la hierba, sobre una nube… Qué más da.
Hablábamos. El tema de
conversación importa ahora tan poco como el nombre de la ciudad sin nombre.
Pero él hablaba en mi idioma, por primera vez, y su tacto era suave, y los
destellos irisados de sus pupilas me otorgaban una confianza ciega en el
presente.
-Como no regresemos, se va a
marchar el tren sin nosotros –dije.
-A mí, si me despistas un
poco, no me importa demasiado que se marche…
Dicho esto, me besó. Sus
labios, su aliento, abrazaron mis cinco sentidos como un humo dulce y
anestesiante. Cuando nos separamos y lo miré de nuevo, un escalofrío de
inquietud comenzó a recorrer mi espina dorsal. Aparentemente, todo iba bien,
pero la intuición me gritaba que algo estaba mal allí. Comenzamos a caminar
hacia la estación; él todavía sujetaba mi mano. Sin embargo, ya no sonreía ni
me miraba al hablar; pronunciaba las palabras atropelladamente, acelerado en su
extraño caminar. Su voz también había cambiado: se había vuelto más aguda,
menos melódica…
Entonces, me di cuenta de que
no era ya el Trapecista quien estaba a mi lado, sino aquel amor constante y
desesperanzado que atenazó mi adolescencia: el Campesino. Hace tiempo, me
hubiera hecho muy feliz contemplarlo allí, caminando junto a mí mientras
hablaba de algo irrelevante. Pero en ese momento, todo lo que pude sentir fue
rabia y desesperación por la repentina ausencia de la mirada ambarina del
Trapecista. Cerré los ojos y deseé que, al abrirlos, todo volviera a ser
perfecto.
Pero en la Ciudad sin Nombre,
el tiempo no es más que una palabra hueca.
*Lee la precuela: Trenes en la ciudad sin nombre
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