sábado, 19 de abril de 2014

El verdadero desenlace

Recuerdo aquella negra noche cuando dormías.
Tu soledad, un ala rota a fuerza de costumbre,
una boca sin labios, un cuento sin final.
Dormías.
Soñabas entre violetas marchitas
huyendo hacia una sombra más oscura y radiante
que tu propia conciencia.
Dormías, soñabas,
pero en lo más profundo de tu nombre
alguien había deshojado tu mirada de muerta
y se alejaba entre dos luces inexistentes,
golpeando sus piernas de madera
contra el gris pavimento
que limitaba los colores de tu iris
hasta fundirlos en un desgarrador
crepúsculo de tangos.

Si hubieras sonreído entonces.

Era de noche.
Una niña sin manos mecía dulcemente el acordeón
dibujando canciones imposibles.
Tú soñabas despacio, sin tiempo para sonreír.
(Hasta siempre, hasta siempre. Vayan pasando.
Hay una muerta que sueña aún,
que no ha tenido tiempo de morirse
ni de estrenar sus alas pasajeras
por el gris de los cielos).
Cada cielo es de un gris intermitente,
un gris oscuro que se confunde con la noche,
sudario de la Tierra en el que descansabas. 
A lo lejos se oían, exiliadas de soles,
las monocordes pisadas de madera,
tan lejos ya que se encontraban a tu lado.
Y a veces simulabas respirar muy dentro de tu sueño,
igual que si tus labios conservaran aún
la huella de un amor que se borraba
–también a fuerza de costumbre.
Igual que si esperaras todavía algo que nunca sucedió.
Fuera del mundo solo aguarda una niña sin manos,
hundida por el peso hueco
de todas las estrellas del firmamento.

Si hubieras sonreído entonces.

Todos los cielos son oscuros, perfumados de grises.
No queda nada del azul con el que tú soñabas,
salvo un acordeón marchito y unos pocos recuerdos
que nunca sucedieron.


Así se abrió la noche. Y despertaste muerta.


Marina Casado, Soledades de la Bella Durmiente

*Todo vuelve a tener vigencia en algún momento.


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