Recuerdo aquella negra noche cuando
dormías.
Tu soledad, un ala rota a fuerza de
costumbre,
una boca sin labios, un cuento sin final.
Dormías.
Soñabas entre violetas marchitas
huyendo hacia una sombra más oscura y
radiante
que tu propia conciencia.
Dormías, soñabas,
pero en lo más profundo de tu nombre
alguien había deshojado tu mirada de muerta
y se alejaba entre dos luces inexistentes,
golpeando sus piernas de madera
contra el gris pavimento
que limitaba los colores de tu iris
hasta fundirlos en un desgarrador
crepúsculo de tangos.
Si hubieras sonreído entonces.
Era de noche.
Una niña sin manos mecía dulcemente el
acordeón
dibujando canciones imposibles.
Tú soñabas despacio, sin tiempo para
sonreír.
(Hasta siempre, hasta siempre. Vayan
pasando.
Hay una muerta que sueña aún,
que no ha tenido tiempo de morirse
ni de estrenar sus alas pasajeras
por el gris de los cielos).
Cada
cielo es de un gris intermitente,
un gris oscuro que se confunde con la
noche,
sudario de la Tierra en el que
descansabas.
A lo lejos se oían, exiliadas de soles,
las monocordes pisadas de madera,
tan lejos ya que se encontraban a tu lado.
Y a veces simulabas respirar muy dentro de
tu sueño,
igual que si tus labios conservaran aún
la huella de un amor que se borraba
–también a fuerza de costumbre.
Igual que si esperaras todavía algo que
nunca sucedió.
Fuera del mundo solo aguarda una niña sin
manos,
hundida por el peso hueco
de todas las estrellas del firmamento.
Si hubieras sonreído entonces.
Todos los cielos son oscuros, perfumados de
grises.
No queda nada del azul con el que tú
soñabas,
salvo un acordeón marchito y unos pocos
recuerdos
que nunca sucedieron.
Así se abrió la noche. Y despertaste
muerta.
Marina Casado, Soledades de la Bella Durmiente
*Todo vuelve a tener vigencia en algún momento.
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