Todas las cosas de la vida, todas las caras de la vida se amontonaron en la misma habitación.
Jack Kerouac, En el camino
Otra noche de septiembre y el viento
frío detrás de la ventana, recordándome que nadie podrá resucitar ya al verano.
Suena en mi habitación aquel tema célebre de Don McLean y de repente, sin
quererlo, me encuentro invadida por una extraña melancolía nacida de no sé qué
rincón imposible de mi pecho. Creo que la melancolía es precisamente esto:
ganas de sonreír llorando. En mi memoria, los recuerdos se agolpan y se suceden
como nubes obstinadas un día de tormenta. Todo parece amable y lejano. Hay rostros
y voces que me llaman por mi nombre, sujetos a músicas familiares –porque cada
persona tiene su propia banda sonora-: se acercan y dibujan soles en la noche y
luego vuelven a marcharse dedicándome una última sonrisa.
Y creo que los quiero a todos:
a los que ya no están y a los que todavía permanecen a mi lado –quién sabe por
cuánto tiempo-, a los que llegan, a los que conozco profundamente sin haber
tenido ocasión jamás de conocerlos y a esos que hoy se disfrazan con trajes de
desconocidos y si se cruzan conmigo, me miran sin verme mientras musitan un
saludo frío que se derretiría al contacto con la sonrisa que se dibuja dentro
de mi corazón. Una sonrisa triste, inmune a sus disfraces de desconocidos,
consciente de que, muy a su pesar, continúan formando parte de la banda sonora
de mi existencia, aunque ahora solo se camuflen entre mis letras como suaves
luces –y sombras- de un pasado imperturbable.
Los quiero tanto a todos que
solo tengo ganas de llorar.
Puede que la vida sea conducir
ese Chevy de la canción, avanzar por
una carretera sin rumbo fijo, dejando atrás rostros y sonrisas, alcanzando
ciudades inexploradas como esa “piedra rodante” que también entretejía los
poemas de León Felipe. Y otro otoño, otra amistad difuminada, otro romance
fallido, que diría el bueno de Freddy Mercury. Otra estación que sonríe con
tristeza y hondura, como el rostro arrugado de un viejo indio americano que se
muere al borde de una antigua autopista mientras su espíritu se eleva hasta
invadir el alma de aquel niño que contempla el paisaje desde la ventanilla
sucia de un coche. El polvo del camino todo lo ensucia…Por mucho que me esfuerce, no logro comprender el rencor, el odio o la envidia, y aún no he aprendido a practicar la indiferencia.
Puede que la vida sea eso, y
yo nada más que una tonta sentimental. Toca
otra vez, viejo perdedor.
Y bye,
bye, Miss American Pie…