miércoles, 10 de septiembre de 2014

Los días-anémona


 "La condición humana", René Magritte

Cuando partimos no dejamos sino la luna que nos sigue.
 
 
Emilio Prados

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No valía la pena seguir destrozando luceros en cada madrugada para después prenderlos en sus pupilas y adivinar a ciegas que el mundo no importaba. Luego siempre llovía demasiado fuerte y los cuerpos se deshacían como hojas secas que el otoño dejara olvidadas sobre el pavimento, como juncos lánguidos en las orillas de la incertidumbre. En ese deshacerse, cada vez ella descendía un poco más, siempre un poco más, hasta sentir que pronto tocaría fondo.

Tocar fondo no es más que perder de golpe todas las estrellas. Besar los cuchillos cálidos del crepúsculo y no encontrar la propia sangre. Romperse.

Como un humo suave, las caricias de los días-anémona se deslizaban por su cabello y le recordaban las horas en las que el corazón se salía del pecho y no importaba que se deshicieran los cuerpos, porque ellos mismos carecían de importancia. Hablar con el alma y ronronear por los claros del reloj y concentrar todos los días en una sola hora, en un último poema que sería el comienzo de todos los demás. Saber que el sueño no era antesala de un final. Eso y solo eso importaba por entonces. Pero al final, regresaba la lluvia.

No explotó; siempre se arrepentiría de no haber explotado. De nada servía destrozar luceros apuntándolos con saetas azules, desde la tierra; cerrar los párpados de la conciencia y abandonarse y fingir que el mundo no importaba y que los cuerpos no terminaban de deshacerse.

Tocó fondo. Perdió la conciencia del sabor salino de las ciudades que recorrían noche a noche sus mejillas. Besó crepúsculos y mordió sus propios labios. Se rompió.


Y un día, las ciudades sin nombre se apagarían para encender de nuevo el firmamento. Descubrió, con aquellas luces imprevistas, que nadie había visto su alma. Que el personaje de nivola que ya era asaeteado con flechas azules y abandonado en el puerto de los malvados nada tenía que ver con su sombra. Ni tampoco con aquel ángel rubio que los días-anémona levantaron en torno a su figura. En verdad, ángel y diablo se constituían como un par de creaciones perfectas e ilusorias que se alejaban de lo que ella era realmente: un pulso sin dientes, un latido desacompasado, una estrella deshecha a falta de explosión, una mirada cosida de silencios a la que a veces se le escapaba el corazón. Que naufragaba una y otra vez pero seguía deseando regresar a su cuento, o tal vez encontrarlo. Y vivir para siempre en los días-anémona, sin tener que ser ángel o diablo...

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