Alicia en el país de las maravillas, Disney, 1951
Allí siempre hay estrellas.
Los letreros señalan direcciones inútiles,
porque perderse constituye la gran meta añorada
al final del camino.
Marina Casado
Por mucho que camino, el
horizonte sigue estando lejos. A veces, tengo la impresión de que se trata de
una acuarela que el autor de esta novela en la que naufrago ha decidido dejar
allí, abandonado, para que no dejemos de esperar algo. El mundo y yo somos muy
jóvenes para desmoronarnos y, tal vez, para alcanzar el horizonte.
Pero no por ello dejo de
caminar. Y eso que el mundo se ha desmoronado muchas veces, cada una más fuerte
que la anterior, hasta que he sentido tocar fondo. Por otra parte, sé que si
alguien me regalara un mapa en el que apareciera perfectamente dibujado el camino
que conduce al horizonte, yo me perdería. Me perdería, porque jamás he sabido
interpretar mapas, porque me pierdo a mí y pierdo todo aquello que me rodea; lo
pierdo pisando nubes, extraviándome por senderos ignotos que se abren en mi
pensamiento, en un inocente egoísmo caótico, evasivo, inconsciente y letal.
En este caos te busco, te
espero, te siento. Hay un equilibrio diminuto en nuestro desequilibrio, en esta
fuga de la lógica que nos invade. Hay horizontes alcanzables e ignorados que
navegan por tu mirada. Tal vez, perderse constituya la única meta al final del
camino, y la realidad blanca se pueda pintar de rojo, como las rosas del jardín
de la terrible Reina de Corazones. Y qué mejor regalo que un viaje sin regreso
al País de las Maravillas, siempre que no esté sola dentro de mi caos. De nuestro caos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario