domingo, 4 de enero de 2015

Antes de la Ciudad Sin Nombre


René Magritte, "The Victory"

Sombras frágiles, blancas, dormidas en la playa. 
Luis Cernuda

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Un día, escribió todas las letras del alfabeto en una hoja de papel y jugó con ellas hasta desbaratarlas, otorgándoles un sentido preciso que, años más tarde, nadie recordaría.

Así nació Ánesthelv.

Ánesthelv era una tierra sin entrada ni salida donde habitaban los imposibles. Bastaba cerrar los ojos para vislumbrarla. Ánesthelv iba a ser el comienzo de una novela y acabó siendo un nombre incomprensible para todos aquellos ajenos a su fundadora.

Olía a rosa, a azul, a ninfas misteriosas arrastrando sus níveas vestimentas por playas efervescentes. Sabía a silencio y ojos grises. Era portadora de cielos blancos que anunciaban tempestades constantes y sirenas a las que nadie se había atrevido, aún, a vendar los ojos.

Ánesthelv era el país de los amores inevitables, que son los no correspondidos. Llovían lágrimas en sus fronteras y los unicornios salían a pasear en cada amanecer. Por la noche, las estrellas dibujaban un broche de plata al firmamento.

Escapó un día de Ánesthelv para marcharse a la Ciudad Sin Nombre, con su estación de trenes eterna y su gris anónimo y el fantasma de un romance incompleto anidando sus rincones. Cuando comprendió que aquellos trenes nunca conseguían salir de la Ciudad Sin Nombre, que los viajes eran utopías y al final siempre despertaba antes de marcharse el tren, deseó con todas sus fuerzas regresar a Ánesthelv y ni siquiera fue capaz de recordar cómo había llegado a la estación.

Pasaron varios años hasta que, al fin, uno de los trenes la llevó a otra ciudad distinta de la Ciudad Sin Nombre. Pero aquella ciudad no era Ánesthelv.

Ya no sabía si deseaba regresar. La nueva ciudad era soleada y el amor se hacía realidad en cada bocanada de viento. Recordaba Ánesthelv como un cúmulo de soledades engarzadas espolvoreadas de blanco y plata.

No estaba segura de querer regresar. Pero sí se había empeñado en descubrir el modo de hacerlo, para decidir, una vez lo supiera, no atravesar sus puertas.


Sin embargo, ya no recordaba el sentido de Ánesthelv. Resolvió escribir todas las letras del alfabeto en una hoja de papel y desbaratarlas, viajando de improviso al rincón más remoto de su conciencia. 
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