René Magritte, "The Victory"
Sombras frágiles, blancas, dormidas en la playa.
Luis Cernuda
.
Un día, escribió todas las
letras del alfabeto en una hoja de papel y jugó con ellas hasta desbaratarlas,
otorgándoles un sentido preciso que, años más tarde, nadie recordaría.
Así nació Ánesthelv.
Ánesthelv era una tierra sin
entrada ni salida donde habitaban los imposibles. Bastaba cerrar los ojos para
vislumbrarla. Ánesthelv iba a ser el comienzo de una novela y acabó siendo un
nombre incomprensible para todos aquellos ajenos a su fundadora.
Olía a rosa, a azul, a ninfas
misteriosas arrastrando sus níveas vestimentas por playas efervescentes. Sabía a
silencio y ojos grises. Era portadora de cielos blancos que anunciaban
tempestades constantes y sirenas a las que nadie se había atrevido, aún, a
vendar los ojos.
Ánesthelv era el país de los
amores inevitables, que son los no correspondidos. Llovían lágrimas en sus
fronteras y los unicornios salían a pasear en cada amanecer. Por la noche, las
estrellas dibujaban un broche de plata al firmamento.
Escapó un día de Ánesthelv
para marcharse a la Ciudad Sin Nombre, con su estación de trenes eterna y su
gris anónimo y el fantasma de un romance incompleto anidando sus rincones. Cuando
comprendió que aquellos trenes nunca conseguían salir de la Ciudad Sin Nombre,
que los viajes eran utopías y al final siempre despertaba antes de marcharse el
tren, deseó con todas sus fuerzas regresar a Ánesthelv y ni siquiera fue capaz
de recordar cómo había llegado a la estación.
Pasaron varios años hasta que,
al fin, uno de los trenes la llevó a otra ciudad distinta de la Ciudad Sin
Nombre. Pero aquella ciudad no era Ánesthelv.
Ya no sabía si deseaba
regresar. La nueva ciudad era soleada y el amor se hacía realidad en cada
bocanada de viento. Recordaba Ánesthelv como un cúmulo de soledades engarzadas
espolvoreadas de blanco y plata.
No estaba segura de querer
regresar. Pero sí se había empeñado en descubrir el modo de hacerlo, para
decidir, una vez lo supiera, no atravesar sus puertas.
Sin embargo, ya no recordaba
el sentido de Ánesthelv. Resolvió escribir todas las letras del alfabeto en una
hoja de papel y desbaratarlas, viajando de improviso al rincón más remoto de su
conciencia.
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