Un sueño sin faroles y una humedad de olvidos,
pisados por un nombre y una sombra.
No sé si por un nombre o muchos nombres,
si por una sombra o muchas sombras.
Reveládmelo.
Rafael Alberti.
Al principio, no fui capaz de
recordar el nombre. Me llevabas de la mano por aquella escalera de caracol que
conducía a ninguna parte. En el primer piso, un hombre manipulaba un cerebro, y
te asombraste tanto como yo. “Está creando vida”, dijiste, “este será el
comienzo del fin”.
El fantasma de una niña
ataviada con un vestido azul deambulaba por los pasillos, su afilada sombra
espiando nuestro silencio. Pero no soltaste mi mano en ningún momento. Recorrimos
no sé cuántas habitaciones. Nuestra única misión era escapar, salir intactos de
aquel lugar, distorsionando azules. Pasaron tantas cosas que no recuerdo. Pero
al regresar al primer piso, el cerebro ya era una cabeza humana. Una cabeza con
sus facciones perfectamente definidas, demasiado deslumbrantes, tal vez; pero
que nos miraba: nos miraba con fijeza y una extraña e inquietante sabiduría. “Está creando vida”.
Sí, estaba creando vida, o
deshaciéndola. Teníamos que parar aquello. Era vida, pero vida vacía. De gente
que no llora, de mariposas muertas. De mundos sin lágrimas, eternamente áridos,
como desiertos en mitad de una mirada colonizada por la pupila.
De repente, comprendí que
conocía aquella casa. La había visto en una película titulada Poemise. El nombre llegó a mi memoria
igual que una ráfaga de viento arañando las esquinas del cielo. Poemise. Sabía lo que vendría ahora. Tú me
llevabas de la mano por aquella escalera; bajábamos y atravesábamos el
vestíbulo con el fantasma de la niña azul pisando nuestras huellas. Al salir al
jardín, pasando por debajo de un arco, supe que nos la encontraríamos cara a
cara. Tú también lo sabías, pero creías que yo no. Y yo no podía decirte que
aquello formaba parte de una película. Que en ese momento estábamos en la
película.
Allí estaba el fantasma de la
niña, con su vestido azul y una nebulosa cubriendo su rostro. No te asustaste,
como si la hubieras visto en demasiadas ocasiones, y yo fingí asustarme para
que no sospecharas. Grité de forma estúpida y el paisaje se desvaneció a
nuestro alrededor. Poemise.
¿Formarías también parte del decorado?
No; porque habías salido de la
casa, del jardín, y seguías sujetando mi mano. No importaba que no te hubieras
asustado. La misión estaba cumplida, aunque no puedo recordar cómo la
cumplimos. Nos encontrábamos en un inmenso aparcamiento de coches voladores: tú
tendrías que coger uno y yo otro: nos marcharíamos en direcciones opuestas. La pesadilla
había terminado, pero eso implicaba tener que soltarte la mano.
Por primera vez, deseé
regresar a Poemise.
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