Liérganes, Cantabria. Estatua del Hombre-pez.
Nosotros, los de entonces, ya
no somos los mismos.
Pablo Neruda
-Ahí, ¡esa era!- Isabel señala
la casita de la esquina.
-Yo creo que era más arriba…
-Que no, Ángel; te digo que
era ahí… Me acuerdo de cuando bajábamos a coger el autobús: se cogía en esa
plaza, ¿ves?
Aurora los contempla mientras
tiene la sensación de ser la intrusa en una vieja película española. Una brisa
suave, mensajera del frío, despeina su flequillo y juega a agitar las copas de
los árboles. La joven deshace el nudo que ataba la chaqueta a su cintura y se
la echa sobre los hombros. A su lado, Paula permanece absorta frente a la
pantalla del teléfono móvil, pendiente de alguna conversación de chat. Sus expresivas
cejas negras, en tensión, le dibujan una graciosa arruguita sobre el entrecejo.
Hay lugares que huelen a
nostalgia, y Liérganes es uno de ellos: huele a nostalgia y a leña, una mezcla
característica de los pueblos cántabros. Aurora adora el olor a leña porque le
hace sentirse cómoda y confiada, como si el mundo todavía terminara en la bata
azul de su abuela. Por alguna razón extraña, el frío aderezado por el olor a leña
le trae el recuerdo de voces
familiares y de tardes junto al brasero. De abrazos. De jerseys de lana y de
manzanilla y menta-poleo…
Pasean por callejuelas de
piedra; Ángel e Isabel sorprendiéndose, en cada esquina, de cómo ha cambiado el
pueblo desde su última visita. De fondo, el ladrido distante de algún perro. Llegan
de pronto a una plazuela iluminada por el sol, totalmente desierta. Se detienen
unos instantes, paladeando el inusitado silencio. Desandan luego sus pasos para
volver junto a la ría, la ancha y luminosa ría, donde comen unos bocatas que
Ángel saca de la mochila. Desde el banco de al lado, un abuelillo los contempla
con curiosidad. Isabel señala el restaurante de la esquina y comenta que parece
cerrado y que nunca se caracterizó por su higiene, precisamente. Aurora
contempla a Ángel, que es preso de una contagiosa euforia: su mirada echa a
volar sobre las aguas de la ría y cualquiera diría que desea alcanzar el mar.
-Aurora, Paula, ¿os conocéis
la leyenda del Hombre-pez de Liérganes?
Paula no levanta la mirada del
móvil. Aurora se limita a negar con la cabeza, porque sabe que su padre es
consciente de que no han oído hablar de aquella historia y de que les pregunta únicamente
para crear expectación. A Ángel nunca le ha abandonado del todo su vena
teatral.
-Hace muchos años, un paisano
del pueblo se fue a bañar a la ría y desapareció. Todos sus conocidos le dieron
por muerto. Sin embargo, cuenta la leyenda que, años más tarde, unos pescadores
lo encontraron vivo en el puerto de Cádiz. Le habían salido escamas por todo el
cuerpo...
A medida que la tarde avanza,
el frío se extiende como un manto evanescente sobre las casitas de piedra, y
Aurora siente que su chaqueta ya no es suficiente. Qué extraños son los veranos
por el norte de España… A Isabel le hace ilusión regresar al bar de Darío,
aunque lo más seguro es que, después de todo ese tiempo, haya cambiado de dueño…
Pero Darío sigue allí, con unas
cuantas arrugas más y la nieve que la edad abandona sobre el cabello. El bar es
un lugar acogedor, de paredes y mesas de sólida madera: madera de pueblo, con
olor a leña –y también a nostalgia-. Sobre la barra, hay desplegada una variada
colección de tapas que despiertan el apetito de Paula, quien, por primera vez
en horas, aparta la mirada de la pantalla del móvil.
-¡Buenas, familia! Qué les
pongo.
Isabel no puede ocultar su
emoción y, fiel a su carácter impulsivo, tiene que presentarse ante Darío:
-No está usted tan distinto a hace treinta años… Es que mi marido y yo estuvimos aquí de vacaciones antes de
casarnos, ¿sabe? No se imagina usted, la ilusión que nos ha hecho entrar y
verle… Qué bonito ha dejado el bar, ¿no? Veo que ahora ya no es hostal…
Darío sonríe tímidamente,
abochornado por el repentino torrente de información.
-Y estas son las niñas… Aurora
y Paula.
Cuando su madre las presenta,
Aurora vuelve a tener la sensación de haberse colado en una historia que no le
pertenece.
A Darío, treinta años le
parecen muchos. Rápidamente, les ofrece unas croquetas caseras que acaban de
salir de la cocina. Las cosas han cambiado demasiado, les explica: él se
divorció de su mujer y sobrevivió a un infarto… Después, reformó el bar. Ahora,
incluso se anuncia en Internet. El restaurante que hay junto a la ría rara vez
tiene clientes, les dice: el dueño es ya un anciano y además está peleado con
todos sus hijos. La casa de la señora Rosa, por supuesto que la recuerda, pero
no es la de la esquina, como creía Isabel, sino la que está un poco más arriba.
-Cuando nos alojamos allí, no
nos dejaba volver más tarde de las once de la noche –cuenta Ángel-. ¡Qué bronca
nos cayó el primer día, que no lo sabíamos!
-Ah, ¡pues menuda era la Rosa!
–exclama Darío- Casera como ella no la he visto nunca. Se murió hace unos
meses, la pobre.
Aurora los escucha extasiada
mientras remueve distraídamente con la cuchara su tazón de Cola-Cao. Le gustaría haber conocido en primera persona ese pasado.
Un temor, hasta entonces desconocido, invade sus entrañas: el terrible
presentimiento de que existen historias, sensaciones tan sencillas como maravillosas a
las que ella no puede, no podrá acceder. Ahora, el olor a nostalgia y a leña se
mezcla con el de café recién hecho. Entonces, le asalta la acuciante necesidad
de escribir. Escribir para poder vivir aquello que de otra manera le
permanecería vedado…
Al despedirse, Ángel e Isabel
manifiestan su intención de comprar una botella grande de agua para el viaje de
regreso. Darío les da una, sonriendo con humildad y algo de emoción en sus ojos
cansados. Es gratis para ellos, les dice. A Aurora, ese sencillo gesto le
remueve las entrañas, aunque, como siempre, se guarda las emociones para sí misma.
Hasta ese momento, no comprende que ya forma parte también de aquella película
antigua. Que, si regresara al cabo de treinta años, también tendría una
historia que contar.