Todo era gris y estaba fatigado,
igual que el iris de una perla enferma.
Luis Cernuda
Sólo quien vio alguna vez amanecer sabrá de qué le hablo: la sangre
gris, viscosa, de los cielos, el aura indefinida de lejanía cierta, el precoz
canto de los pájaros que despiertan náuseas inexplicables en el alma.
Yo estaba
allí, en aquella mañana, en aquel tiempo que no me pertenecía. Volvía a casa y
recordaba que, una vez, alguien me dijo que el canto de los pájaros puede llegar
a ser un elemento desaforadamente inútil, extranjero, algo así como una
circunstancia ajena a ti que te recuerda las razones por las que no deberías
escapar, o quedarte en el mundo. O quizá solo en esa mañana concreta, en ese
gris aciago, en ese amanecer que te contempla con ojos acerados, que sangra
viento y noches de papel, mecidas por ilusiones huecas, acuosas, como el mar de
mis labios que se desintegraba por la ausencia de besos homicidas.
Yo estaba
allí pero a la vez no estaba. Estábamos allí todos nosotros, nadando por los
ojos de los océanos del aire. No había nadie, en aquella mañana. Yo misma era
una circunstancia ajena que me recordaba -inútilmente- las razones por las que
debería escapar para siempre. (Para siempre, siempre hacia la noche, la noche
familiar de oscuridad arrulladora, arrulladora de sueños y labios y besos y
sombra.)
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