Es un cuerpo vacío;
Vacío como pampa, como mar, como viento,
Desiertos tan amargos bajo un cielo implacable.
Luis Cernuda
Hay veces en las que nos
asaltan intuiciones inexplicables que, sin embargo, siempre resultan acertadas.
A menudo, el mero planteamiento parece un absurdo, pero existe un entramado más
profundo y complejo, latente, palpitando bajo la corteza de lo anecdótico. Algo
así tuve ocasión de experimentar hace unos días, y todavía no consigo vislumbrar
el proceso lógico que se oculta tras estos hechos.
Era una tarde gris perdida en
una ciudad aún más gris. Alisa, concentrada y taciturna, me guiaba por las
calles mojadas de lluvia, hasta que entramos en unos grandes almacenes
asiáticos. Mi amiga tenía un ataque de
gula feroz y comenzó a arramplar con todas las golosinas que se cruzaban a su
paso, incitándome para que yo hiciera lo mismo y así pudiéramos degustarlas
juntas más tarde, viendo una película en su casa. Mi presupuesto era limitado y
no conseguía decidirme entre una bolsa de patatas o una de caramelos y demás
chucherías. ¿Chocolatinas? ¿Helado? Entonces lo vi.
Estaba plegado sobre un
mostrador, reluciente y anhelante, de un rosa chicle endemoniadamente perfecto,
con caras de Hello Kitty dibujadas
sobre la tela. Un paraguas. Un paraguas ideal, según podía apreciar. Hacía ya
muchos meses que había perdido mi último paraguas, que me había acompañado
durante doce años desde que una compañera de clase me lo regalara en mi
duodécimo cumpleaños. Era verde y su destino final había sido una cafetería
donde me lo dejé olvidado, confirmando mi despiste crónico. La larga
convivencia con aquel paraguas verde resultó casi perfecta. Y digo “casi”
porque le fallaba el color. Era un verde chillón, liso, demasiado simple. Desde
siempre, he sido muy perfeccionista en cuestión de paraguas. Jamás me sentí
totalmente satisfecha con el verde, así que intenté sustituirlo en alguna
ocasión, pero nunca resultó. Todavía recuerdo aquel paraguas rojo, tan bonito,
que me arrancó el viento una tarde paseando por la Gran Vía, con tan mala
suerte que un coche lo atropelló…
Pero no nos desviemos de la
historia. El caso es que, como he dicho, soy muy perfeccionista en cuestión de
paraguas y, desde que perdiera el último, no he encontrado todavía uno que me
satisfaga por completo hasta el punto de decidirme a comprarlo, y sobrevivo con
paraguas peregrinos, pasajeros, que me llenan de desazón, porque siempre fallan
en algún punto que considero crucial, como el color, el estampado o el hecho de
no tener un sistema de apertura automático –el famoso botoncito, gracias al
cual una no se pilla los dedos-. Por eso, cuando vi aquel paraguas rosa, con
caras de Hello Kitty y apertura
automática, experimenté una creciente euforia que poco a poco me envolvía. Mi corazón
me gritaba que aquel era el Paraguas. Sin embargo -y aquí entramos en el
terreno inconcreto e inexplicable de las intuiciones que señalaba al comienzo
de este relato- otro sentimiento, más sombrío y profundo, me ponía en alerta,
como si en aquel objeto existiera también algo siniestro.
Ignorando la intuición, decidí
gastarme todo el dinero que llevaba en el paraguas rosa, abandonando de paso el
plan de golosinas y películas que me ofrecía Alisa. Realmente, necesitaba ese paraguas: poseerlo se
había convertido, en cuestión de minutos, en una auténtica obsesión. En cuanto
fue mío, regresé a casa, guiada por una fuerza inexplicable.
Lo primero que hice fue
enseñárselo a mi madre, muy orgullosa de mi nueva adquisición. Ella, sin
embargo, lo abrió y cerró varias veces y, de repente, hizo algo que no me
esperaba: le retiró una capa de tela, descubriendo que aquel rosa con caras de Hello Kitty no era más que una funda. El
verdadero color del paraguas era un tono violáceo, liso, sin rastro de
estampado ni de detalle alguno. Mi madre lo abrió de nuevo y me dijo, con su
habitual sinceridad:
-¿De verdad te has gastado todo
ese dinero en esto? No me gusta nada.
Guardé silencio, porque
empezaba a darme cuenta de que a mí tampoco me gustaba. ¿Por qué lo habría
comprado? Lo cierto es que el nuevo color me resultaba horrible, y me podría
haber dado cuenta del detalle de la funda. Además, continuaba teniendo aquella
extraña sensación de alerta.
Abandoné el paraguas en la cocina. A la mañana
siguiente, lucía un sol magnífico y no necesité llevarlo conmigo al trabajo. De
regreso a casa, la cocina estaba iluminada por la luz de la tarde y el paraguas
morado permanecía abierto sobre la mesa. Junto a él, mi madre caminaba de un
lado a otro. Llevaba puesto un vestido blanco y había en su figura algo etéreo
e irreal. No le distinguí el rostro en ningún momento. Una punzada de miedo
golpeó mi corazón, y atravesé rápidamente el pasillo, llamando a voces a mi
madre. Salió de su dormitorio, con pantalones vaqueros y una chaqueta negra.
-¿Se puede saber qué pasa,
hija?
La arrastré hasta mi
habitación, mirándola con terror.
-Mamá, hace dos minutos
estabas en la cocina con un vestido blanco que nunca te he visto.
-Qué va, ¡pero si no he pisado
la cocina desde hace una hora!
Su confesión se vio
interrumpida por unos fuertes ruidos provenientes del pasillo. Me quedé en
tensión, notando retumbarme el corazón en las paredes del pecho. Cuando volví a
mirar a mi madre, se había convertido en gato, pero eso, por algún motivo, no
me extrañó. De repente, por la puerta de mi habitación vi pasar a mi madre, a
mi falsa madre, con aquel vestido
blanco y portando entre sus manos el paraguas. Miré a mi verdadera madre-gata,
y ella abrió mucho los ojos, indicándome que también la había visto y que se
encontraba tan aterrorizada como yo.
Cogiendo entre los brazos a mi
madre-gata, crucé el pasillo y llegué hasta la puerta principal. Iba a abrirla
para escapar cuando, de improviso, salió mi padre del salón y nos miró, de hito
en hito. Por el pasillo ya avanzaba aquella sombra blanca que se parecía a mi
madre.
-Papá, este gato es mamá, y
ella, ella…
Se me quebraba la voz. La notaba
pastosa y pesada, como una rueda de carro encallada en el barro. Me había
quedado paralizada: no conseguía hablar ni moverme. Mi padre y mi falsa madre
también se habían detenido. Y yo sabía que todo, todo aquello estaba ocurriendo
por culpa del paraguas y por mi terrible decisión de no hacer caso a las
intuiciones…
Muy Murakami el final ;)
ResponderEliminarNo he leído nada suyo, así que me fiaré de tu galganística opinión ;)
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