Fotograma de Un perro andaluz (1929), de Luis Buñuel y Salvador Dalí
Or were run down by the drunken taxicabs of Absolute Reality
Allen Ginsberg, Howl
La Verdad puede ser tan
fría y tan hiriente como el más afilado de los cristales. A veces ocurre que la
presentimos de lejos, disfrazada de imágenes subconscientes plagadas de
calaveras o en esos instantes en lo que la rabia nos invade y no queremos a
nadie y somos esos seres a los que nadie quiere. La presentimos, sí; pero es
tan horrible, tan monstruosa, que no nos atrevemos a acercarnos.
Y huimos. Cerramos los ojos y
estaríamos dispuestos a arrancárnoslos para no ver, para no descubrir la Verdad.
Para no mirarla a la cara y estremecernos y dejar que el mundo de las sombras
nos destroce, que todo lo vivido se convierta en una proyección de imágenes
sobre la pared de una cueva que alguien allá afuera maneja. Alguien llamado la Verdad.
Pero no importa, porque todo
tiene un fin, incluso la inocencia. ¿Y qué será de nosotros cuando ya no quede
ni una gota, cuando a pesar de habernos arrancados los ojos todavía podamos
ver, como en la más estremecedora de las pesadillas? En el instante en que
muere la inocencia, el velo de dulces mentiras se deshace para dejar desnudo el
esqueleto árido de la Verdad. Lo veremos
aunque no queramos mirarlo. Perderemos el alma cuando esto ocurra, porque en
realidad nos aferramos a la mentira para seguir creyendo en un mundo bueno,
amable, cuajado de pasados azules y algodonosos. Ese mundo que nos ha
convertido en lo que somos: un cúmulo informe de buenas y malas intenciones, de
sonrisas y llantos, de tantas equivocaciones.
Sin embargo, una vez herida,
la inocencia no puede recuperarse. Ocurre igual que en un sueño, cuando nos
damos cuenta de que nuestro alrededor no es real y, aunque tratamos de
quedarnos, todo se va disipando a velocidades de vértigo.
Un día, simplemente
descubrimos que todo el dolor vivido por no mirar a los ojos a la Verdad no ha
servido de nada. La pesadilla no terminó en ese punto: reside debajo del velo
raído al que no nos atrevemos a volver la mirada. No va a regresar el mundo de
inocencia, ese mundo en el que todo estaba bien. No es lógico seguir huyendo de
algo que ya nos alcanza, que nos cubre con sus tentáculos de sangre, que nos
cierra los paraísos de libertad y niebla que un día imaginamos.
Y seguimos corriendo porque,
cuando nos detengamos, nos disiparemos como un sueño más, como una mentira,
como una lágrima.
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