lunes, 7 de septiembre de 2015

La Verdad


 Fotograma de Un perro andaluz (1929), de Luis Buñuel y Salvador Dalí

Or were run down by the drunken taxicabs of Absolute Reality 
Allen Ginsberg, Howl

La Verdad puede ser tan fría y tan hiriente como el más afilado de los cristales. A veces ocurre que la presentimos de lejos, disfrazada de imágenes subconscientes plagadas de calaveras o en esos instantes en lo que la rabia nos invade y no queremos a nadie y somos esos seres a los que nadie quiere. La presentimos, sí; pero es tan horrible, tan monstruosa, que no nos atrevemos a  acercarnos.

Y huimos. Cerramos los ojos y estaríamos dispuestos a arrancárnoslos para no ver, para no descubrir la Verdad. Para no mirarla a la cara y estremecernos y dejar que el mundo de las sombras nos destroce, que todo lo vivido se convierta en una proyección de imágenes sobre la pared de una cueva que alguien allá afuera maneja. Alguien llamado la Verdad.

Pero no importa, porque todo tiene un fin, incluso la inocencia. ¿Y qué será de nosotros cuando ya no quede ni una gota, cuando a pesar de habernos arrancados los ojos todavía podamos ver, como en la más estremecedora de las pesadillas? En el instante en que muere la inocencia, el velo de dulces mentiras se deshace para dejar desnudo el esqueleto árido de la Verdad. Lo veremos aunque no queramos mirarlo. Perderemos el alma cuando esto ocurra, porque en realidad nos aferramos a la mentira para seguir creyendo en un mundo bueno, amable, cuajado de pasados azules y algodonosos. Ese mundo que nos ha convertido en lo que somos: un cúmulo informe de buenas y malas intenciones, de sonrisas y llantos, de tantas equivocaciones.

Sin embargo, una vez herida, la inocencia no puede recuperarse. Ocurre igual que en un sueño, cuando nos damos cuenta de que nuestro alrededor no es real y, aunque tratamos de quedarnos, todo se va disipando a velocidades de vértigo.

Un día, simplemente descubrimos que todo el dolor vivido por no mirar a los ojos a la Verdad no ha servido de nada. La pesadilla no terminó en ese punto: reside debajo del velo raído al que no nos atrevemos a volver la mirada. No va a regresar el mundo de inocencia, ese mundo en el que todo estaba bien. No es lógico seguir huyendo de algo que ya nos alcanza, que nos cubre con sus tentáculos de sangre, que nos cierra los paraísos de libertad y niebla que un día imaginamos.


Y seguimos corriendo porque, cuando nos detengamos, nos disiparemos como un sueño más, como una mentira, como una lágrima. 

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