Me hice ilusiones.
No sé con qué, pero las hice a
mi medida.
Debió de ser con materiales
muy poco consistentes
Ángel González
El frío me trae a la memoria
todas las cosas vacías y tristes del mundo: el olor de los aeropuertos, la luz
insomne de los hospitales, la soledad de una piscina, un cielo gris enmohecido
peinando los últimos acordes de la tarde. También me hace recordar todas las
historias tristes que conozco. La que sigue no es exactamente triste; es, sobre
todo, una historia de vacíos.
Érase una vez una noche de un
otoño que se marchitaba. Diciembre inauguraba en Madrid la ansiada y efímera
iluminación navideña, en un tiempo en que las estridencias de Agatha Ruiz de la
Prada aún no habían colonizado la estructura metálica con forma de pino que
cada año se coloca en la Puerta del Sol. A nuestra joven protagonista le seguía
ilusionando contemplar la iluminación navideña, a pesar de haber dejado la
infancia –y la adolescencia- bien atrás. Ese año, era doblemente ilusionante,
porque se trataba de la primera vez que salía de su casa desde hacía un mes. Acababa
de curarse de un virus pesado e incómodo, un virus que la había mantenido
postrada en la cama y sin probar bocado. Por eso, aquella noche las luces
navideñas se reflejaban en sus ojos con un brillo especial.
Para celebrar su
restablecimiento, había aceptado el primer plan que se le presentó: ir a un pub
con una colega –no llegaba a la categoría de amiga- y su pandilla. Cuando llegó
allí, no conocía a la mitad de la gente: en parte, se sentía diminuta y
vulnerable, extraña en aquel ambiente de música latina que no la incitaba a
bailar. Se movía de forma mecánica y absurda, y el espejo de la pared le
devolvía a veces un rostro pálido y ojeroso, unos labios cortados: huellas aún
visibles de la reciente enfermedad. Pero, por otra parte, una ilusión
inexplicable y revitalizante la invadía aquella noche: una ilusión que se
parecía mucho a esa misma emoción injustificable ante el alumbrado navideño. Tal
vez, simplemente se debiera al furor por volver a salir de casa, por sentirse
recuperada.
No estaba especialmente guapa
aquella noche. Pero uno de los amigos de su colega, uno que no había visto
antes, le sonreía todo el tiempo. Él tampoco era especialmente guapo. Tenía un
rostro característico, muy parecido al de un pastor alemán. Incluso en su
mejilla poseía un lunar idéntico al que los pastores alemanes tienen al lado
del hocico. Era delgado y ojeroso, como si estuviera enfermo de manera
permanente, y sus labios resultaban demasiado finos y marcados. Pero tenía una
mirada amable.
El Chico-Pastor alemán pasó gran
parte de la noche hablando con nuestra protagonista. Cuando todos se
despidieron, le pidió el número de teléfono. La historia comenzó así, de modo
convencional y estereotipado: parecía difícil que de aquello pudiera surgir
algo especial. Pero la muchacha se había empezado a ilusionar.
Todo prosiguió de la forma
habitual: él le escribió un mensaje y, días más tarde, ambos se encontraron en
la Puerta del Sol, junto a la estructura metálica con forma de pino. Aquella tarde,
él la besó por primera vez, aunque resultó un beso tan anodino que ella ni
siquiera podría recordar, años más tarde, en qué circunstancias se produjo. Solo
sabía que nunca estuvo especialmente ansiosa por ese beso: tampoco estaba segura
de que el Chico-Pastor alemán le gustara. Apenas lo conocía y tampoco se podría
hablar de un flechazo. Pero el beso no le disgustó, y hacía unos meses había
salido de una pseudo relación, la primera, que le había borrado de un plumazo
todas sus fantasías salidas de los cuentos de hadas.
O al menos eso pensaba ella. En
el fondo, su ingenuidad había recibido una puñalada, pero continuaba viva,
resurgiendo ante la anodina historia que estaba comenzando. En su mente envenenada
de cuentos, la idea de la hipotética llegada de un Príncipe Azul que la
rescatara para siempre de aquella realidad invernal cobraba fuerza, revivía
ante cualquier atisbo de ilusión. Era nuestra protagonista una muchacha
enamoradiza, tendente a idealizar a las personas y a enamorarse no de las
personas en sí, sino de su propia idealización proyectada.
Por eso, la tarde en la que el
Chico-Pastor alemán la cogió de la mano y la invitó a cenar a un restaurante
hindú, la joven comenzó a idealizar de forma más profunda. Jamás nadie la había
cogido de la mano, ni siquiera en aquella relación por la que había pasado sin
pena ni gloria, sin reconocer en el otro un mínimo aliento de romanticismo.
Empezó a quedar más a menudo
con el Chico-Pastor alemán. Paseaban por el casco antiguo de Madrid bajo el
frío de diciembre, se besaban, tomaban chocolate con churros y alguna vez
fueron al cine. El alumbrado navideño era el telón de fondo de aquel comienzo
que bien pudiera describirse como plácido. La conversación, sin embargo,
continuaba siendo tan superficial como la que pudieran mantener unos perfectos
desconocidos. Ella se dio cuenta de que él jamás expresaba sus sentimientos, y de
que nunca le había dicho con palabras que le gustaba. Por eso, una noche, al
salir del cine, después de que él la besara, ella se le quedó mirando y, con
gran esfuerzo, consiguió articular la pregunta: “Oye, ¿yo te gusto?”. Él arqueó
las cejas y sonrió, sorprendido: “Creía que era obvio”. Ella sonrió también y
quiso abandonar su inquietud. Pero, en el fondo, esta continuaba palpitando en
su corazón, que le susurraba que algo iba mal. Sin embargo, logró acallar
aquellas voces y se abandonó, de nuevo, a la ilusión.
Diciembre fue avanzando y
pronto dejó paso a enero. Se acercaba el momento favorito del año de la
muchacha: la Noche de Reyes. Desde niña, tenía la costumbre de asistir a la
cabalgata con sus padres y después ir a tomar un chocolate con churros al Café
Comercial. Le habló al Chico-Pastor alemán de aquella tradición, tan especial para
ella, y entonces ocurrió algo inesperado: él le propuso ir a ver juntos la
cabalgata aquel año. Emocionada, ella aceptó.
La tarde del 5 de enero,
vieron juntos la cabalgata. Se rieron, se besaron muchas veces y él le
consiguió algunos caramelos de los que eran arrojados desde las carrozas. Después,
caminaron de la mano hasta la Puerta del Sol, donde él había quedado con sus
amigos, aquellos con los que estaban la noche en que se conocieron. Justo antes
de encontrarse con ellos, soltó su mano, y la inquietud volvió a renacer en el
pecho de la muchacha en forma de un mal augurio. Se encontraba en un extraño
punto de partida: el mismo escenario, la misma gente, el mismo alumbrado
navideño. Y la mirada de él, sin rastro de complicidad, como si continuaran
siendo los mismos perfectos desconocidos del comienzo. Por las reacciones
generales, se dio cuenta de que él no le había contado a ninguno de sus amigos
nada acerca de ella. Se marchó a casa muy pronto.
Al día siguiente, le escribió
un inocente mensaje: “¿Qué tal tus Reyes?”. Pero la respuesta no llegó de
inmediato. Pasaban las horas y continuaba sin llegar, a pesar de que el mensaje
aparecía marcado como “leído”. La joven volvió a la Puerta del Sol aquella
noche, paseando sola y reflexionando acerca de los últimos acontecimientos
vividos. Se dio cuenta de que aquella ausencia de respuesta ponía, de algún
modo, un punto y final. Por alguna razón, no se sorprendió. Esa noche, se
encendió el alumbrado navideño por última vez.
Días más tarde, unas sucintas
palabras de él le confirmaron lo que ya sabía y se negaba a creer. Aquel comienzo
de historia que duró lo mismo que el alumbrado navideño de Madrid le dejó un
pequeño vacío en el alma, aunque comprendía que dicho vacío no se debía a que
echara de menos al Chico-Pastor alemán. Realmente, a esas alturas todavía no
estaba segura de que él le hubiera llegado a gustar. Más bien, se había dejado
arrastrar por su perfecta idealización, por la inútil ambición de perseguir un
cuento de hadas que el destino parecía negarle, una vez tras otra.
Esta historia, queridos
lectores, no es una historia triste, sino una historia de vacíos, de
sentimientos inexistentes, de besos huecos, de idealizaciones proyectadas y
hojas marchitas que se dejan llevar por la ráfaga de viento más amable. No cobran importancia los personajes, sino el trasfondo escondido bajo los acontecimientos. Cuando pienso
en esta historia, me domina un sentimiento de sinsentido cósmico, de ingenuidad
apuñalada, de comprensión tardía. No puedo evitar preguntarme cuántas
historias, más largas que el período del alumbrado navideño, se habrán
construido sobre ese mismo vacío. Cuántos corazones no sentirán curiosidad por
enamorarse, por sentir de un modo más agudo y profundo. En tales ocasiones, me
invade una especie de pasión rebelde.
El frío me trae a la memoria
todas las cosas vacías y tristes del mundo, y tengo que combatirlo con amor: ese sentimiento que rebosa en mi sangre y dentro de mi corazón.